La dependencia de las coyunturas exteriores ha sido una espada contumaz sobre la historia de Cuba. Valdría el esfuerzo investigar cuántos proyectos, cuántos propósitos de mejoramiento, se frustraron por la presión de circunstancias foráneas en diversos momentos del discurrir nacional durante las cadenas de la colonia y luego en la república de papel.
Tampoco podremos negar —si equilibrada y sensatamente razonamos— que la obra de la Revolución fue reducida, en eficacia y cuantía, por el muro que Estados Unidos levantó en torno a Cuba. Hasta los errores de los revolucionarios —reales e influyentes— proceden en algún modo de la hostilidad constante del Norte y de la cautela impuesta por el riesgo, a veces inminente, concreto, de ver diluirse, frustrarse, la sangre y la pasión de varias generaciones en alguna de las trampas urdidas por los enemigos de la independencia y los ideales de justicia social.
¿Quién lo niega? Aunque algunos con lecturas tendenciosas lo dudan, la Revolución nació defendiéndose. Los Estados Unidos y sus aliados criollos y extranjeros no la querían. Sintieron desde el principio el pálpito suspicaz de que lo gestado en el Cuartel Moncada y conquistado en las serranías por trabajadores y campesinos sin derechos, había irrumpido en la historia del país como la reencarnación del proyecto trunco de la república cordial, justa, decorosa, independiente de José Martí. Las águilas de la codicia se percataron tempranamente de que el cambio de hombres en enero de 1959, era también cambio de esencias y de clases. Y comenzó entonces la guerra sucia. Primeramente con la supresión de la cuota azucarera en el mercado estadounidense. Y luego, como remate en 1962, el bloqueo económico total.
Pensando también sensatamente, es cierto que en varios períodos el bloqueo pareció a algunos como la broma del pastor travieso que asustaba a sus colegas de pastizales, con el grito falso de «Ahí viene el lobo». O envejeció adquiriendo las sábanas de un fantasma. Apenas era visible. Las relaciones comerciales con el que fue campo socialista —¿había otra opción?— atenuaron las insuficiencias materiales producidas por las prohibiciones norteamericanas. Pero, al obligar a la reconversión tecnológica, cerrar las ventanillas de los créditos y prohibir el comercio bilateral entre Cuba y su mercado más cercano, el bloqueo facilitó el anudamiento de una nueva dependencia.
El bloqueo ha sido una receta de añoso origen en la política exterior de los Estados Unidos. Lo ha ejercido más de una vez, al menos contra nosotros, como fórmula más conveniente a sus intereses. Leyendo un libro viejo —ah, cuánto enseñan los libros viejos— supe que Estados Unidos pretendió imponerle a la zafra de 1918 un precio que se conciliara con los cálculos de Wall Street. Y ante cierta especuladora negativa de los hacendados cubanos, Washington decidió el bloqueo —embargo decían, suavizando el término, aun igual que hoy— de los alimentos que La Habana había comprado a empresas del Norte. Era un modo de persuadir a la Isla que, entre otras subordinaciones, dependía alimentariamente del mercado estadounidense. Según el periodista Aldo Baroni, autor de Cuba, país de poca memoria, el episodio terminó con el triunfo de míster Wilson, el presidente, y míster González, el embajador, aunque el apellido sonara a latinidad de prosapia popular. Liberales y conservadores, generales y doctores, sacarócratas y mayorales se dejaron persuadir. Y los baúles azucareros de Estados Unidos se rellenaron con 600 millones de dólares más a costa de «nuestra colonia de Cuba», como decía Harold H. Jenks, en un libro cuyo título describía una situación tan posesiva y descarnada.
Las crónicas del mundo cuentan del asedio a Troya, Jerusalén, Numancia, Leningrado... Y citarán el bloqueo a Cuba recordándolo tal vez como el más prolongado y harán notar que se diferencia de los conocidos en que no acordona una fortaleza o ciudad con aparatos bélicos. Se vale, en cambio, de leyes extraterritoriales, circulares, cartas, retención de créditos, multas pantagruélicas a bancos que operen con la Isla, advertencias, amenazas. Y se ha ejercido en época de paz contra un país entero sin discriminar víctimas ni objetivos, empleando los bienes económicos, financieros y comerciales como males para hacer claudicar al país que se resiste a ser humanitariamente intervenido o controlado.
Esa es, hasta hoy, la evidencia. Y ante este hecho, trasmutado en proceso de agresión, Francisco Suárez, Francisco Vitoria, Luis Vives —españoles fundadores del Derecho Internacional— escribirían, espantados, nuevos textos que quizá los países poderosos no sabrían leer.