El inolvidable Enrique Núñez Rodríguez vendió su bicicleta para goce de tantos lectores que lo seguirían como a un rapsoda de la cubanía y el ingenio. Y este periodista, que trabaja para el día y la hora, regaló su vieja máquina de escribir Robotrón cuando, pobre migrante digital, accedió al irreversible mundo de las computadoras.
Bagdad, Samarcanda, Teherán, Damasco son hermosos nombres que cantan al oído de quienes los evocan. Como los Reyes Magos, traen olor a incienso y a mirra. Suscitan el recuerdo de Las mil y una noches y tantos otros apólogos que pasaron a la cultura occidental a través de la secular presencia árabe en España, modelo de tolerancia que aceptaba la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos, que sembró olivares, forjó estupendos aceros, introdujo la noción del cero, e impregnó nuestro léxico de palabras que usamos todos los días. Cuando el imperio otomano se estaba deshaciendo, el romanticismo nos sedujo con la visión exótica de un Oriente sin fronteras y las novelas cursilonas que precedieron a Corín Tellado poblaron sueños femeninos de árabes varoniles y enigmáticos.
Se habían conocido una tarde en el Malecón, exactamente seis meses y dos semanas antes de que el barco mercante Jigüe se hiciera a la mar. Antonio y Sonia se enfrentaron ese día al primer abrazo de despedida en sus vidas. No era para siempre, pero en ese instante cualquier certeza sobre el futuro era improbable.
CARACAS, Venezuela.— Transcurría el primer año del siglo XXI, y cursaba el onceno grado en el único preuniversitario de Nueva Paz, entonces provincia de La Habana, hoy Mayabeque. Aún recuerdo la noche del 30 de octubre, cuando la Televisión Cubana informaba sobre la firma de un convenio de cooperación entre el Comandante en Jefe Fidel Castro y el recién electo presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías. Vi la noticia como muchos en el mundo, pero jamás imaginé en aquellos tiempos en que vestía de azul que 15 años después, ya como periodista, apreciaría en tierras bolivarianas los frutos de aquel acuerdo estratégico firmado en Caracas.
Los participantes, inquietos, no soportan ya estar en las sillas o parados, llevan allí más de una hora esperando porque, al fin, se descorran las cortinas para iniciar el acto. Llegaron a las siete y media de la mañana, y son cerca de las nueve.
El campamento amaneció diferente. Los hombres espabilaron esta vez a los gallos. El trajín, acompañado de un susurro inusual, anunciaba una jornada sin precedentes.
Martí en la hora actual de Cuba es un gran desafío. Tenemos que pensar el futuro de nuestro país, no de «este país» porque pareciera que no somos parte de Cuba; prefiero llamarle nuestro país, ese al que Martí amaba y por el que derramó su sangre.
Hace años, Aarón Yelín realizó un breve documental titulado Muy bien. Mostraba una clase de dibujo en un aula con niños pequeños. La maestra conducía el proceso hacia el logro de una supuesta perfección. Despojaba a los niños de la capacidad de expresar su imaginario personal hasta alcanzar el estereotipo clásico del paisaje, la casita y las lomas al fondo. En sentido inverso, una experiencia en un pueblo de construcción moderna nombrado La Yaya evidenciaba el valor de la imaginación para el crecimiento armónico de la personalidad.
Mirar los toros detrás de las barreras parece infundirnos, en su estricto sentido real, una sensación de protección y seguridad, y en su lectura metafórica suele constituirse en oportuno recurso subjetivo para escapar del ruedo, donde somos inevitables protagonistas.
Durante dos Zafras del Pueblo a mediados de los años 60 del siglo pasado fui el único cubano que integró la brigada china de cortadores de caña voluntarios, creada para apoyar aquellas jornadas productivas.