Uno se podrá ir a la Antártida, a China o a París, pero si nació en Cuba tendrá un cordón umbilical con la Isla que ninguna tijera de los olvidos o de la amargura podrá cortar. En la memoria, como esencias punzantes de flores nocturnas, habitarán los momentos primeros —que serán por siempre grandes—: los del juego infantil, los del collar de la maestra, los del loco del pueblo, los de los abuelos y la madre, los de las piedras del camino, los de las marchas combatientes, los del primer beso, los del café, los del invento y la pobreza, los de la terquedad y el soñar.
Era mayo de 1961. Habían transcurrido pocas semanas desde la victoria de Girón y de la proclamación del carácter socialista de la Revolución Cubana. En un discurso pronunciado en Matanzas, el Che rendía homenaje a Antonio Guiteras Holmes. Reconocía, en el combatiente asesinado en el Morrillo, la enorme estatura que corresponde a los precursores. Junto al cubano, recordaba también la caída de Aponte, el venezolano con vocación internacionalista, compañero de armas de Sandino en Las Segovias.
Hace un tiempito estoy pintándome las uñas en un lugar nuevo. La manicura es cheverísima y conversadora y siempre que voy pasamos un buen rato. Solo hay un problemita: a mí me gustan los arreglos naturales, con colores enteros, brillo liso y listo; pero ella es barroca, de las que hace filos, lunas, soles, relieves, dibujos y echa escarcha… mucha escarcha.
Tenemos una nueva «tía». Por estos días no hacemos más que preocuparnos por ella. Que si Irma para allá, que si Irma para acá... Entre temores y chistes (somos expertos en reírnos de lo que nos amenaza) van pasando las horas y el cono de probabilidades se estrecha para que podamos conocer, a ciencia cierta, por dónde irá el huracán que se roba cada conversación y parece querer quitarnos el sueño.
Aquello era tremenda aventura. El ajetreo empezaba un poco antes. Primero, mami sacaba del aparador toda la vajilla prohibida. Mientras la limpiaba y envolvía en papel periódico, yo aprovechaba para preguntar y permanecía embelesada con los cuentos de cuando mi abuela se casó o mi bisabuela gallega puso los pies en Guanabacoa.
Pequeños papalotes con nuestra bandera se multiplican en el aire. Elevarlos es fácil a pesar de la breve brisa mañanera, porque están confeccionados con nailon. Al final del hilo, me place ver manitas de niños y niñas que disfrutan de sus vacaciones en Guanabo, una de las playas más concurridas de la capital cubana.
Un gran conocedor de ese espíritu de la sensibilidad cubana que es nuestra música popular, Odilio Urfé, hijo de músico y músico él mismo, me dijo en algún momento que Benny Moré no era el cantante más venerado por el pueblo cubano únicamente por ser el mejor cantante de la historia del país.
Formamos parte de un país que dispone de una brevísima e intensa historia. Nuestros primeros pobladores dejaron escasas huellas. Luego, fueron llegando los españoles que impusieron la inmigración forzosa de africanos. Nuestra demografía en los años que siguieron a la conquista se vio empobrecida por la partida de quienes se marcharon al continente, seducidos por el espejismo del oro y la plata. Con el andar del tiempo, los que radicaron en la Isla y sembraron familia, se fueron acriollando. Se modificó el habla, cambiaron las costumbres y, por razones de clima y de recursos, las ciudades evolucionaron con perfil propio. La mentalidad, los estilos y expectativas de vida acentuaron diferencias entre los nacidos en Cuba y sus padres. Aparecían también las contradicciones entre el monopolio expoliador de la metrópoli y los intereses económicos de los lugareños.
El sistema electivo de la democracia socialista cubana, ese cuya maquinaria arrancará este lunes con la nominación de candidatos a las asambleas municipales del Poder Popular, hace a veces un péndulo raro, en el que sus mejores virtudes pueden prohijar sus más serias debilidades.
Aquel mediodía del jueves 4 de septiembre de 1997, en el vestíbulo del hotel habanero Copacabana, tres jóvenes italianos, amigos de la infancia, compartían entre gestos bonachones una separación que no sería muy larga. Enrico y Francesca eran una pareja de enamorados felices, y Fabio Di Celmo, un joven empresario que, junto a su padre, preparaba condiciones para establecerse por varios años en Cuba. Entre risas, cuentos y promesas transcurrían aquellos minutos de adiós, cuando una bomba, colocada al pie del mostrador del pequeño bar del hotel, explotó brutalmente. Y Fabio, sin que diera tiempo a nada, fue alcanzado por una esquirla de metal del cenicero donde fue puesto el artefacto explosivo, que se le clavó en el cuello y le cercenó mortalmente una de las arterias carótidas.