MÁS de una cómoda butaca de mimbre debe haberse retorcido mientras Miguel Díaz-Canel hacía su última rendición de cuenta del año al Parlamento y en las vísperas de los 60 años del triunfo de la Revolución.
Fidel había anunciado en 1956: «Seremos libres o mártires». La declaración pública implicaba correr muchos riesgos. Ponía en estado de máxima alerta a la dictadura que se valió de todos los medios para seguir los pasos de los revolucionarios, instalados en México para preparar la lucha armada.
La Revolución que celebro en sus 60 años es la de aquella mañana del 1ro. de enero en que mi madre abrió al fin tantos postigos, me tomó del brazo y se extravió en un abrazo multitudinario por las calles del pueblo de Jovellanos. Una fiesta de la esperanza.
Cinco de la tarde del 24 de diciembre del 2018, las personas se agolpan en las esquinas de la plaza Isabel II de Remedios (hoy parque Martí), escenario de casi 200 años de diálogo cultural y competencia fraterna entre dos gigantes: los barrios San Salvador y El Carmen. Unos marchan con el logotipo de un gallo, otros levantan una globa o un gavilán, todos visten de rojo o de carmelita, ese día visitan la ciudad personas de Cuba y del mundo, quienes toman partido por uno de los dos contendientes.
DE todo lo que ha ocurrido este año en Brasil que tenga cierta importancia no hay nada que pueda ser explicado sin referirse a Lula, que significa esperanza para muchos y pánico para otros.
Estudié en La Habana pero, en contra de todo pronóstico, decidí no quedarme en ella para hacer el servicio social. Me fui a Matanzas, una provincia cercana a la urbe capitalina, desde donde uno puede respirar hondo y sentir ese olor peculiar de la otrora Villa de San Cristóbal de La Habana. Dejé atrás mis visitas asiduas al Teatro Nacional de Guiñol, las colas en la heladería Coppelia, los recorridos por el Paseo del Prado, y bajar con rapidez por la La Rampa para encontrarme con la inmensidad del mar.
Un timbre suena sin parar en medio del silencio temprano de la mañana, en la pantalla vemos el letrero «Maluma», superpuesto a imágenes de muchachas semidesnudas (todas bellas, todas delgadas, blancas, la mayoría rubias). La cámara hace un paneo sobre los traseros femeninos, sin reparar mucho en los rostros de ellas, hasta detenerse en un cabello rubio que una mano tatuada aparta: aparece el rostro del «macho».
Alicia Alonso es un ser especial, tocado por lo divino. No tiene alas y vuela, tiene la fuerza de un huracán cuando cruza la escena, sus pies son libélulas que revolotean los escenarios, su temple es de acero, y su pasión-amor por la danza, la vida y los demás es una llama, como su ejemplo en este tiempo. Cuando bailaba era un volcán en pleno ascenso, y su lava (arte, del bueno) calentaba los corazones del lado del aplauso en ese breve, pero seductor y atractivo instante en que nos llenaba los interiores de un hálito que venía de otra dimensión. Quizá, de un lugar lejano y extraño que solo ella visitaba cuando desandaba las tablas, siendo ella y muchas otras criaturas que habitaban su ser. Al pasar, las entregaba de mil y una formas, para retener ese momento en la eternidad.
No alcanzaba Carpentier la mayoría de edad cuando el abandono del padre le impuso la necesidad de procurarse el sustento. Después de vencer muchos obstáculos, consiguió una columna dedicada a la reseña de obras maestras en La Discusión. Más tarde, por vía de suplencia, le entregarían la sección consagrada a los espectáculos. Tenía que asistir a las funciones y, avanzada la noche, redactar sus comentarios en el solitario local del periódico, situado en la Plaza de la Catedral. Al terminar el trabajo, regresaba caminando a la casa. En ese andar, iba descubriendo, entre las sombras de la ciudad, la singularidad de La Habana colonial.
El año pasado un jurado de Miami declaró culpables a un agente deportivo y a un entrenador por contrabando de peloteros cubanos hacia Estados Unidos. Durante el juicio, varios jugadores fueron llamados en calidad de testigos y contaron cómo llegaron a territorio norteño.