Creo que estaba en quinto grado cuando sentí que participaba por vez primera en la fiesta del Primero de Mayo. No iba en hombros de mi padre, como muchos pequeños que después se ven en las fotos con su familia.
Hay un dicho popular que retrata la realidad de no pocos personajes. Actores, poetas, artistas, deportistas, políticos, escritores… casi nadie se escapa del mismo. Se usa constantemente y no por su constante empleo deja de tener valor real.
Para que Cuba tenga el color justo de los cristales que la dibujan, tenemos que renunciar a la visión narcisista que nos regalan nuestros ojos; no importa cuán lindos o conquistadores nos devuelvan sus señas los espejos de nuestra conciencia.
Me cuentan de un muchacho que se prostituye, en una populosa esquina de mi ciudad, al amparo de las oscuras noches; que se va con el primero que aparece por apenas una Cristal y una caja de Hollywood, por escapar de la abulia del puerto de mar pequeño y sórdido donde nació, de una familia desmembrada de amor y su desgano por la escuela, para venir a «la placa» a ganarse el billete fácil, cuando casi duerme en las calles.
Dramático. Indignante. Triste. Absurdo a estas alturas del desarrollo de la humanidad. La noticia impacta y se necesita leerla dos, tres... diez veces. El titular en un puntaje bien alto y en negritas anuncia que Iraq pretende legalizar la pedofilia y el matrimonio con niñas, de acuerdo con una interpretación extremista de la ley islámica, la Sharía.
Tengo un colega del centro de la Isla que cuando lea estas líneas de seguro me increpará. Frecuentemente se mofa de mi identidad pinareña y me enfatiza que nos merecemos el mote. «No es solo que tienen un predestino al despiste; es que además lo publicitan ustedes mismos», dice.
¿Qué hace usted, Gabriel García
Márquez, viviendo entre los
hombres comunes? Carta de
Juan Bosch a Gabriel García
Márquez, Santo Domingo, 3 de
julio de 1972.
Miro a Laura. Ya tiene dos años, ya dice mamá y hasta corre cuando llego a su casa. Es entonces que hago un zoom back en mi memoria y vuelvo a vivir a través de esas imágenes que son recuerdos, los momentos que forman la savia de nuestra existencia.
La Muerte, al recibir la encomienda, se sintió mareada, se dejó caer sobre su sofá de sombras y comenzó a apurar un café fuerte ante la inminente jaqueca.
Dos veces coincidí con él en La Habana. Una fue en un restaurante de Miramar donde yo cenaba con un amigo y él con varios, y la otra en un hotel del Vedado donde yo estaba con muchos y él con uno.