El primer día que anudé mi pañoleta fui feliz. Aunque no se pareciera en nada a aquella bicolor que décadas atrás usó mi madre o bastaran unos segundos después de lucirla para que el calor de octubre me provocara ganas de quitármela; ese fue, con apenas seis años, uno de los mejores momentos de mi vida.
Mariana decidió tener a su hijo, a pesar de no haber concluido aún sus estudios universitarios. Ahora, mientras observa con ternura el rostro del pequeño Diego, sabe que hizo lo correcto.
Bajo la luz diurna o durante la noche, a cualquier hora, entra en esta empresa, tienda, o en aquel restaurante… Pocos, sin embargo, lo reconocen. Desde oficinas donde la sociedad es como un cuadro en la pared, suele calificársele con categorías burocráticas: usuario, consumidor, títulos que legitiman el concepto de que es un impostor carente de derechos. Posiblemente, un fantasma.
Que las polillas se coman los papeles viejos no es tan preocupante como que devoren las ideas nuevas. El papel no es barato —ya sabemos de dónde se obtiene—, pero más costoso resulta, tanto desde el punto de vista personal como social, perder las concepciones y razonamientos que sobre ellos se estampan.
Quienes me conocen, lo saben. Tengo debilidad por los cumpleaños. Y no es por el deporte de empujar bajo la piñata, ni siquiera por emular ante la bandeja de las cajitas. Mi punto débil está en hacer demasiada memoria, en recordar hasta la celebración más extravagante.
La Ley de Inversión Extranjera que debe aprobar el Parlamento cubano el próximo sábado, en sustitución de su predecesora, la Ley 77, responde a una necesidad ineludible de una economía inmersa en raigales transformaciones de su modelo, pero sin grandes recursos ni acceso a financiamiento, y bloqueada por la principal potencia del mundo. Y esto último no es cuento de caminos.
Todavía los recuerdos de la infancia me persiguen a todas partes. A pesar de los problemas, fui feliz porque tenía una familia grande y unida.
Aquellos niños estaban irremediablemente sumidos en el aburrimiento: «Ya vimos todas las películas que copiamos en la computadora, no tenemos discos con animados nuevos, la televisión tiene los mismos muñes y esos juegos ya los hemos ganado “una pila de veces”».
Hace pocos días vino al mundo Sofía, una hermosa niña que nació con cerca de 3 800 gramos. En este goce tuvieron que ver los cuidados perinatales, sobre todo cuando en una de las primeras consultas se disparó la alarma de un posible retardo del peso: todavía es fácil recordar la ansiedad de la abuela Cándida que, con su siglo de vida y gran claridad de mente, estaba muy preocupada porque le naciera una biznieta «enclenque».
Moralmente hablando, ¿se puede brindar un buen servicio cometiendo una ilegalidad? ¿Podría aceptarse como bueno el desempeño de una entidad cuando se adulteran los precios y el producto, y así sus empleados obtienen mayores dividendos a costa de esa célula básica de la economía que es el cliente?