Aquellos niños estaban irremediablemente sumidos en el aburrimiento: «Ya vimos todas las películas que copiamos en la computadora, no tenemos discos con animados nuevos, la televisión tiene los mismos muñes y esos juegos ya los hemos ganado “una pila de veces”».
—¿Por qué no leen un libro?, dijo un adulto que los escuchaba, y la reacción de los infantes fue una mezcla de sorpresa o espanto —no sabría definirlo bien—, como si alguien los estuviera poniendo de penitencia.
—¿Leer, para qué?, reclamó una pequeña que contemplaba el librero como quien observa una antigüedad y piensa: se mira, pero no se toca.
Seguramente muchos coincidirán en que una situación así es preocupante y, aunque no creo que el ejemplo descrito se aplique a todos los niños, considero oportuno reflexionar acerca de las ventajas de cultivar el hábito de la lectura desde edades tempranas.
No es un secreto que la oleada de productos visuales le ha ganado terreno a prácticas como la de tomar un libro y ponerse a leer. Porque —seamos realistas— los niños de hoy prefieren ver la película a «hojear» una historia.
Algunos estudiosos advierten que las generaciones actuales son por excelencia tecnológicas, audiovisuales. Sin embargo, hay hábitos —como el de leer— que cuando se enseñan bien rinden frutos toda la vida, y eso significa que nos corresponde a todos mostrarles a los más jóvenes que la lectura no es una costumbre pasada de moda.
Los padres, sobre todo, tienen una responsabilidad importante, la de ser los iniciadores. Desde que comienzan las lecturas previas al descanso nocturno, ya están «poniendo» en manos de sus hijos el primer libro y los estimulan a conocer, a disfrutar. Lo que viene después, con el comienzo de la vida escolar —cuando el menor asume la lectura como una actividad placentera y no como mero requerimiento del estudio individual— es un resultado de aquel primer viaje al mundo del conocimiento y la figuración.
Si bien debe plantarse esa semilla en la casa, es en el centro educativo donde debe germinar. Lastimosamente, creo que existen rupturas entre esos espacios. Para muchos padres, los maestros son los que tienen la obligación de enseñarles a los niños a leer y escribir. Sin embargo, a veces uno puede percibir que los profesores tampoco tienen ese hábito incorporado.
Recuerdo que durante mi etapa de enseñanza primaria, el horario de clases incluía dos visitas semanales a la biblioteca para tomar prestado el libro deseado. Y se leía con gusto. Muchos esperábamos con ansia el encuentro con la bibliotecaria para ver qué novedad nos tenía reservada.
Ahora, sinceramente, desconozco si ese tiempo de lectura se sigue manteniendo como parte del proceso formativo de los infantes. De hacerlo, no sé hasta qué punto se aprovecha, pues converso frecuentemente con niños y casi nunca los escucho referirse a algún libro que haya llamado su atención.
Pero, volvamos a la pregunta clave: ¿Leer, para qué? Lo primero y más importante sería para estimular la fantasía, la imaginación y la creatividad. Con esas puertas abiertas vendrán entonces beneficios como perfeccionar el vocabulario, mejorar la ortografía, ampliar los conocimientos, fortalecer el aprendizaje, incrementar la capacidad de concentración…
¿Cómo hacerlo? Tal vez un primer paso pudiera ser que se dedique cada día un rato a leer, para que ese ejercicio forme parte de las rutinas del niño. Esta actividad de ocio ha de ser compartida por padres e hijos, y la escuela debe ampliar esos horizontes al brindarles la oportunidad de acceder a textos diversos.
A punto casi de concluir este comentario —tenía en mente escribirle un final totalmente diferente—, veo a una primita absorta en la lectura. «¿Estás leyendo? ¡Qué bueno!», le digo, aunque no me parece tan bueno el título del texto: La vida de los Jonas Brothers —un trío musical de hermanos adolescentes que hacen canciones a golpe de fórmulas sencillas y lindas caritas. «¡Vaya!, ¿y por qué no te embullas y lees otros libros como Había una vez, El principito, La Edad de Oro o Harry Potter?», le insisto.
—¡No!, esto me gusta más, habla de sus «burradas» y del enamoramiento de uno de ellos. La respuesta me situó de golpe ante el dilema en el que fama y talento se enfrentan constantemente. Pero ya ese será tema para otra conversación.