Tengo un colega del centro de la Isla que cuando lea estas líneas de seguro me increpará. Frecuentemente se mofa de mi identidad pinareña y me enfatiza que nos merecemos el mote. «No es solo que tienen un predestino al despiste; es que además lo publicitan ustedes mismos», dice.
Yo quizá debo ser un ejemplar sui géneris de la especie, que incluso en el siglo pasado algunos estudiosos denominaron «pinarindio». Haré Confesiones de grande, como el programa deportivo, y ¿qué más da?, ¿de todas maneras no dicen que los periodistas publican sus errores? Pues acá van mis «pinareñadas», que más que deslices son futuros cuentos para nietos.
Debo reconocerlo: no sé de relojes en brazos enyesados, desodorantes untados a la inversa, o teléfonos en el piso para que no se caiga la llamada; pero sí, en mi carrera universitaria en La Habana, en los días que llegaba de casa y me enrumbaba, con jolongo incluido, a la beca en el reparto Bahía, abordé par de veces equivocadamente la ruta 58-B, que no es lo mismo que la 58, y la simple consonante de diferencia cuesta varios kilómetros.
Esas ocasiones en cuestión pensé que eran mis días de suerte: «¡Qué fácil está la guagua hoy; nadie va para Bahía». Hasta que oía decir: «Rubia, la última parada». Quedamos yo y el mar, el mar y yo… estaba en Cojímar, y quienes viven en La Habana, o no, mejor, los que son de otra provincia y vivieron en la beca del Bahía, saben lo que es llevar a rastras un maletín lleno de ropa limpia, comida y dulce de leche haciéndose caldo, desde Cojímar hasta la residencia estudiantil.
Con el tiempo he pensado que mi gran trauma es con las distancias y la transportación. Igualmente confundí —en varias travesías del Vedado hacia la terminal de Ómnibus Nacionales— la 20 creyendo que iba para Boyeros, cuando entonces era la única ruta que se detenía junto al hospital Calixto García y no cogía tal rumbo. De igual manera, en mi tierra chica, tomo la 4-A por la 4: termino al sol, y con un buen tramo andado. Una corre al transporte y nunca mira el número. Aprendí, estoicamente insolada, la lección.
Ya lo dije, mi «pinareñidad» tiene su principal prolongación en dilemas de traslados, como aquella vez en que casi casi del esperado «Bienvenido a Matanzas», arribo al «Bienvenido a Villa Clara». Por aquellos días confiaba en el buen tino de dos choferes, pinareños por demás, que se creyeron habaneros y bordearon la capital para evitar el tráfico. ¡Mira que se evitó tráfico! Tanto, que entre rueda y rueda, nos pasamos… de Jagüey Grande, y dimos vuelta de herradura para retroceder. Sin comentarios.
No sabría confirmar de concreteras olvidadas dentro de un cine, o de centros nocturnos en segundas plantas de funerarias, pero en una ocasión asistí a una inauguración de una obra social en la cual, por la premura de la organización y el acabado de último minuto, cubrieron con azulejos el espacio para el encendedor del baño.
En otra aventura fui, en un otrora municipio pinareño, a una discoteca que estaba cerca de la iglesia. Era, en cuestión, un día de la Misa del Gallo: existió un hermanamiento musical tal entre feligreses y juventud discotequera, que no sabíamos si rezar o bailar house. ¡Toda una película!
Como ya dije, soy una ejemplar pinareña de pura raza, y para nada me avergüenza: me he quedado sin gasolina un kilómetro antes del Cupet; por el apuro me he vestido con medias de distintos colores, zapatos de dos modelos o una blusa al revés —no con la costura hacia afuera, sino ubicando al frente la parte que debió cubrir mi espalda.
He asistido, incluso, a una cobertura un día antes de lo planificado. ¡Ni hablar del karma de la naturaleza! Cuanto bicho raro e inofensivo existe me ha punzado, y mío debe ser el récord Guinness de la única mujer con una picadura de abeja en la lengua —y que conste en acta, así entrevisté a Omara Portuondo.
Hasta ofrecí en mi graduación como periodista la «actividad cultural» del día: me caí en plena salida del Aula Magna de la Universidad de La Habana. Por suerte, mi incidente pasó al olvido: otra colega rodó por la Escalinata. ¿Y a que no adivinan? ¡También era pinareña!
La última, la recién estrenada. Hace poco asistí a una cobertura donde mi nota informativa debía decir algo como esto: «Fuerzas del cuerpo de bomberos de Pinar del Río extinguieron efectivamente un fuego en El Incendio, céntrico local de comercio deshabitado por mal estado constructivo. Los especialistas competentes extremaron acciones para que las llamas no dañaran el local contiguo, una instalación de amplio valor económico, la tienda El Fuego». Por suerte no necesitó publicarse...
¡No es fácil! Es una asignación por la tarjeta de abastecimiento, con cupón especial. ¡Vaya, irrepetible!
No es bobo la definición idónea para el pinareño. ¡No! Deviene más una cuestión de distracción, de alma y esencia de entretenidos, de bonachones despistados. Y nada de brutos, ordinarios o groseros: la inteligencia sobra. Hasta el propio Fidel ha aludido a la sapiencia de los hijos de esta tierra.
Más bien figura como una cuestión de personalidad, de identidad, de ligereza campechana, de karma burlesco, de teatro bucólico occidental en tiempo real, de reality show vueltabajero o qué se yo.
Algunos de mi coterráneos se podrán molestar, yo me divierto conmigo misma. Ya me di por vencida, solo sé que en mi caso, es imposible esquivar: me persigue, me trasciende, me gana.
Y todavía mi consocio periodístico se burla, y dice que la culpa es de nosotros por partida doble. Pero qué quiere que le diga, colega, no se puede evitar: el que nace para pinareño, del cielo le caen las bromas.