Lo he dicho más de una vez: sigo con fidelidad inquebrantable la correspondencia de los lectores que aparece en nuestros diarios. A veces soslayo los titulares de primera plana para acudir a esas misivas, que llegan de todas partes. Tengo conciencia plena de estar ante la expresión minúscula de una realidad más compleja. Está fuera de mi alcance ofrecer soluciones a los problemas puntuales que allí se plantean. Sin embargo, el muestrario me invita a compartir algunas reflexiones de orden general.
Como si no bastara su arrojo durante 14 meses de riesgo y clandestinaje en las calles de Santiago, en los que llegó a ser la mano derecha de Frank y la coordinadora del Movimiento 26 de Julio en Oriente.
No utilizó el 20 de mayo, como acostumbraron muchos de sus antecesores, para pedir que la «libertad» y la «democracia» llegaran al pueblo cubano, mientras evocaban su nostalgia por una república que vivió atada a los designios yanquis durante casi seis décadas de política genuflexa.
Algunos lo han pintado medio cascarrabias, pero ese cuadro nunca se ajustaría para un hombre que era admirado y querido, llorado a raudales por muchedumbres cuando partió a otra vida, el 17 de junio de 1905.
¡Dejen que los jóvenes se equivoquen!, escuché decir en una asamblea a un dirigente profesional. Su intención era la mejor, porque hablaba de incorporar a la generación más nueva en la toma de decisiones, de darle mayor participación, pero me molesté al sentir la trampa inconsciente en esa equivalencia entre poca edad y poco juicio, como si el resto no se equivocara también con bastante frecuencia.
La razón es como un brazo colosal que levanta a la justicia donde no pueden alcanzarla las avaricias de los hombres.
José Martí
No existe nada más tierno y lleno de sabiduría que los niños, esos que cada día nos atrapan con su sensibilidad, talento e ingeniosidad. Y no porque lo diga yo ni lo veamos diariamente por el mundo, sino porque lo vuelve a revelar una carta, la que nos...
Del mítico guerrillero Ernesto Guevara existen cientos de fotos realizadas en los más heterogéneos contextos. Casi todas han sido publicadas en la prensa mundial y reproducidas en prendas de vestir y en objetos de todo tipo. No es de extrañar tamaña universalidad tratándose del Che, una de las personalidades más recias e icónicas de la segunda mitad de la pasada centuria.
Todavía cerca de su mano, en la muñeca, se puede ver la marca rosácea que le quedó después de aquellas curas dolorosas. Durante un mes aprendió a no tocarse la venda, a pesar de sus inquietos casi dos años, y si le preguntaban hacía un puchero y decía «Yaya, yaya grande».
Me quedé sin aire. Era fácil de creer, pero tan difícil de asimilar. Aunque allí estaba ella, más consternada que yo, contándome su historia, la historia de su niño de sexto grado, unas semanas antes de la graduación. Más que suya, era de los que la habían inventado, quienes —al fin y al cabo— son el motivo de estas líneas.
Los visitantes acuden al monumento que guarda sus restos. Su imagen recorre el mundo. Es leyenda y paradigma. Su figura está aureolada por la acción heroica, por el sacrificio sin límites, por la consecuencia entre la acción y la palabra. Cruza fronteras porque, en tiempos difíciles, la humanidad necesita soñar con un mundo mejor, presidido por principios de justicia, rotos los abismos entre los poderosos y aquellos otros (una gran mayoría) despojados de todo, aun de la esperanza.