¿Por qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo?
Hace unas mañanas subí a uno de esos taxis citadinos, con uno de esos choferes que no responden los buenos días e ignoran que el pasajero es, antes que mercancía, un ser humano.
Siempre lo imagino con una sonrisa muy amplia alumbrándole el rostro, con esa expresión tan propia de la gente sencilla que anda por la vida dispuesta a dar de sí cuanto haga falta sin pedir a cambio, porque es lo correcto.
Es un problema complicado, delicado, imposible de resolver con una fórmula científica o con un simple llamado a la conciencia.
Tan activa y trabajadora era Francisca que la muerte salió a buscarla y terminó su jornada, exhausta, sin haberla encontrado. Así transcurre un conocidísimo cuento de Onelio Jorge Cardoso. Pero hay temporadas en que la señora de las sombras, a pesar de todo, logra buena cosecha. Acabamos de transitar por una de ellas. La siega ha afectado de manera particular los ámbitos del pensamiento y la cultura.
En esa avalancha de mensajes a través del correo electrónico, a veces encuentro frases que me marcan por el resto de la vida. No siempre logro recordar el autor o el orden estricto de las palabras, pero su moraleja se impregna en mi cerebro y sus ecos me salvan para expresar emociones o describir circunstancias, cuando mis propios argumentos resultan pálidos o escasos.
Un día como hoy, hace diez años, el Comandante en Jefe mostraba su emoción al leer una declaración del Buró Nacional de la UJC en apoyo a sus Reflexiones. En ella se denunciaban los planes de conquista de la Administración Bush y se ratificaba el compromiso de las nuevas generaciones con el futuro socialista de la Patria, jurando combatir enérgicamente contra todo pensamiento y acción colonizadores.
Adaptarse a una ciudad nueva se parece un poco al amor y sus despertares. Hay un momento inicial de desconfianza: ¿será para mí? Si se rebasa el temor al cambio —imprescindible para crecer, que también es volar— sobreviene el deslumbramiento.
De todas las frases célebres pronunciadas por las grandes personalidades en cualquier etapa de la historia, pocas han conseguido resumir tanta sabiduría como esta que se le atribuye al prócer Benito Juárez (1806-1872): «Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz». Categórica y didáctica, no necesita explicaciones.
En medio de aquellas palabrotas, el muy habanero me lanzó el «¡Guajira!». Y ya, punto final, me ponía en mi sitio con la sola mención de aquel vocablo, como si hubiese enterrado hasta el fondo el mismísimo machete de Melesio Capote.