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¿Por quién doblan las trumpadas?

No, no teníamos derecho a asombrarnos por la cazuela de odios que el Presidente convicto removió ante las cámaras el mismo 20 de enero: desde hace poco más de un año él había prometido claramente que el primer día de su nueva presidencia se comportaría como «un dictador»

Autor:

Enrique Milanés León

Si creemos que, en efecto, Winston Churchill dijo alguna vez que «los americanos siempre hacen lo correcto, cuando ya han intentado todo lo demás», tenemos derecho a esperar para ellos y para el mundo que, tras la toma del poseído en el Capitolio —ese aquelarre de asunción del cargo más pesado de la política—, Donald Trump sea apenas la purulenta parte de… todo lo demás.

In/vestido como el Presidente número 47 de Estados Unidos —y más hinchado de arrogancia, pues antes usó la «talla» 45—, el emperador desnudo pretende no solo poner el mundo de cabeza: intenta decapitarlo.

No, no teníamos derecho a asombrarnos por la cazuela de odios que el Presidente convicto removió ante las cámaras el mismo 20 de enero: desde hace poco más de un año él había prometido claramente que el primer día de su nueva presidencia se comportaría como «un dictador». Justo en diciembre de 2023 un periodista de la cadena Fox News le preguntó si nunca abusaría del poder y el p( )to Donald contestó con sorna: «¡Quiero cerrar la frontera!».

Desde entonces, una legión de analistas comenzó a alertar que, si el multimillonario era relecto, abriría un régimen —palabra rara por allá, reservada a países zurdos— autoritario y hasta fascista. La exdiputada republicana Liz Cheney, hija nada menos que del exvicepresidente Dick Cheney, se lanzó más a fondo en la advertencia y afirmó que con Trump en la cábala electoral de 2024 Estados Unidos marchaba como «sonámbulo hacia la dictadura». Pues bien, ya despertó y llegó: «¡Bienvenida, América!», le ha dicho la dictadura.

Al cabo, Cheney hija se vio obligada a tomar un antídoto contra el veneno contenido en su propio presagio. El ya exmandatario demócrata Joseph Biden la incluyó, cual ave extraña de otro color, en una lista de indultados afines a él para protegerla —«¡Pobre republicana descarriada!», habrá susurrado el inefable Joe— de la más que anunciada ira de Donald Trump.

Si en enero de 2017 un aprendiz en política (Donald) llegaba a la Casa Blanca con la certeza de que la manejaría como otro de sus negocios, en el enero de ahora un suspenso en política (Trump) está decidido a mandarla como se manda un cuartel.

El primer espantado por ello ha sido el mandatario saliente, que vio destruido en minutos, a puro decretazo, el legado que creía dejar para los libros de Historia. Entonces, el discurso de despedida
de Biden pareció un blues inspirado en el horizonte que vislumbra al país que está «convirtiéndose en una oligarquía», bajo el mando de multimillonarios tecnológicos. Mirando la pertinencia de la frase, hay que admitir que tal vez no era del todo el Viejo Durmiente del bosque americano.

Biden se va con el récord de presidente más añoso, sin embargo eso no le aseguró sabiduría. Fue la piedra intercalada en el zapato de dos mandatos del rubio alto, pero tiene que marcharse triste porque no supo cumplir su promesa de sanar el alma enferma de una nación que saludó su llegada con un espectáculo de bochornosa reyerta nada menos que en el Capitolio. Como está el paisaje de su adiós, la sociedad estadounidense necesita, y rápido, el mejor exorcista.

La soberbia encarnada por su antecesor/sucesor parece infinita. Steve Bannon, el estratega político de Trump en su primera temporada en la Casa Blanca —el mismo hombre que ahora ha hecho un rápido cortocircuito con Elon Musk—, afirmó hace cosa de un año que el movimiento derechista encabezado por el aún expresidente podría gobernar por un siglo.

El poder a pulso

Para asegurarle al mundo una desgracia duradera, Trump se ha dejado querer esta vez más por soldados leales que por políticos capaces y ha endurecido su equipo con una casta —o una costra, da igual— de milmillonarios como Elon Musk, un hombre con más soberbia que dinero que, a raíz del orgasmo por la asunción presidencial, no tuvo recato en coquetear en público con el saludo nazi. No lo afirmó, no lo negó, pero es curioso que como reacción de su gesto el grupo nacionalista blanco White Lives Matter publicó en Telegram esta sentencia: «La Llama Blanca resurgirá».

Otra «perla» del ejecutivo es Robert F. Kennedy junior, el nuevo responsable de las agencias de salud de Estados Unidos, que en mayo de 2021, cuando la COVID-19, daba latigazos letales en el mundo, pidió a la FDA —agencia nacional de medicamentos— que rescindiera el permiso que había otorgado a vacunas disponibles y renunciara a conceder otros nuevos, sin considerar el detalle de que precisamente esas vacunas habían evitado la muerte de unos 140 000 norteamericanos.

Este Kennedy, poco querido en su propia familia, no es tampoco el dueño absoluto del negacionismo. Trump firmó la retirada del país del Acuerdo de París contra el cambio climático y de la Organización Mundial de la Salud (OMS), lo cual derivará en un planeta más caótico y vulnerable, especialmente para los pueblos del Sur Global que suelen sufrir el asma causada por las chimeneas yanquis y las gripes que dejan los estornudos estadounidenses.

Es el poder a pulso. A mediados de octubre de 2024 circularon reportes del periódico The Wall Street Journal que recogían la —presunta o real— garantía dada por Irán a Estados Unidos de que no planeaba asesinar al todavía expresidente Donald Trump, luego de fuertes tensiones desde que en enero de 2020, por orden directa de este, un ataque con drones en territorio iraquí matara al líder de la Fuerza Quds, el general Qassem Soleimani, un hombre fuerte que, como otros de su nación, cayó casi cándidamente en la vasta trampa de la araña imperialista.

Leáse como se lea, Irán no pretende matar a Trump, pero Trump quiere matar a medio mundo, da lo mismo si son individuos, gobiernos o pueblos. Por ejemplo, le agrandan a Nicolás Maduro la diana que lleva al pecho: Marco Rubio, el flamante secretario de Estado, promovió junto al senador Rick Scott la Maduro Act, una ley del Salvaje Oeste que eleva hasta 100 millones de dólares la recompensa de Estados Unidos por capturar —¿vivo o muerto?— a un presidente soberano.

Ahora todos hablan del dislate sobre el canal de Panamá y del delirio macondiano —¡perdona mi insulto, Gabo nuestro que estás en los cielos!— con el golfo de… ¡México! y la anexión de Canadá, pero esa fiebre de albino chupacabra es vieja. Ya en 2017, Trump abría su mandato con una pregunta a su equipo: ¿Por qué Estados Unidos no puede invadir Venezuela? Se dice que llegó a cosultar a algunos mandatarios latinoamericanos y estos rechazaron la idea, a pesar de que el yanqui sostenía que resultaría «cool» hacerlo porque… «pertenece a Estados Unidos».

Evidentemente se arrepintió de no hacerlo, porque hace un año y medio, evocando su primer mandato, dijo: «Cuando me fui, Venezuela estaba a punto de colapsar. Nos hubiéramos apoderado de ella, nos hubiéramos quedado con todo ese petróleo. Ahora se lo compramos al dictador y lo hacemos más rico».

Arancel… da

Su arsenal agresivo tiene otra arma, el arancel, que él no ha dudado en calificar como palabra favorita. La amenaza más reciente fue para Rusia, pero antes prometió castigos similares a China, Canadá, México y a Europa, ese rancio aliado venido a menos. Haciendo gala de su inefable altura discursiva, Trump se ha quejado de que «la Unión Europea es muy, muy mala con nosotros».

Como no quiere a nadie en cubierta, está dispuesto a lanzar al agua lo mismo a los adversarios firmes que a esos amigos platónicos que —alguno, incluso, maquillado como un mimo— le celebraron sus «gracias» el día de la ingesta de posesión.

Consciente de que no habrá «autostop» para Europa en el portavión de Washington, el primer ministro polaco, Donald Tusk, escribió hace poco en X, la telaraña de Musk, que «la era de la subcontratación geopolítica ha terminado»; o sea, que Bruselas debe cuidarse sola, sin el padrino de antes.

Ni el gran Atlántico de por medio salvó a Madrid de un ramalazo: «¿Está España en el Brics?», preguntó Trump cuando se comentaba el bajo presupuesto de defensa de los países de la OTAN. «Los países del Brics pueden hacer lo que quieran, está muy bien, pero les vamos a poner unos aranceles del ciento por ciento para hacer negocios en los Estados Unidos», soltó el jefe del mundo, pleno en insensatez.

La «ceguerra comercial» le ha impedido ver que en su propio país muchos productos altamente demandados sufrirán alzas de precios a causa de sus amados aranceles. Consolas de videojuegos, frutas tropicales, dispositivos tecnológicos, piezas importadas, calzado y automóviles serán menos accesibles en el propio mercado estadounidense.

No obstante, se ve claramente que Trump quiere asfixiar en inglés. Desde su asunción, eliminó la página en español de la web oficial de la Casa Blanca e inhabilitó los perfiles en redes sociales que ofrecían información en la lengua de la comunidad latina, esa que (mal que le pese) representa el 18 por ciento de la población del país.

La batida xenófoba rebosa la copa territorial; por ello, al otro lado del remolino, el Gobierno mexicano convocó una reunión de cancilleres de diez países amenazados por el tranque de aldaba que significa la deportación masiva desencadenada por Trump and the Gang, una clara violación del derecho internacional que hasta ahora nadie ha condenado pese a que hay tantas naciones afectadas y tantas historias humanas en juego.

Un delincuente en el «Barrio»

México es el primer valladar, el chaleco antibalas de Latinoamérica. Le toca, por geografía y frontera, soportar el formidable golpe que, por ideología, le corresponde afrontar a Cuba. Tristemente, hoy muchos vuelven a evocar la frase rotunda —«¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!»— que se sigue atribuyendo a Porfirio Díaz aunque no fuera suya ni sea tampoco de Nemesio García Naranjo, el historiador, político y abogado que la publicó como periodista en 1926, luego de escuchársela, en Nueva York, a un sacerdote jesuita.

¡Pobre México, tan cerca de Donald Trump! Vaya un consuelo para los hermanos: si él encontrara a Dios y le viera una piel tostada o le escuchara el acento nuestro, no hay duda de que lo deportaría al sur, más cerca de los mexicanos. De momento, mientras va a las iglesias a fustigar pastores, no cesa su aviso de que podría enviar militares a la patria de Juárez para combatir cárteles de droga.

Trump ha sembrado la angustia en su propio país al autorizar redadas de la «migra» en sitios antes protegidos por el Gobierno de Biden. Desde ahora, cualquier inmigrante puede ser arrestado en escuelas, iglesias y colegios. Todos pasaron a ser «criminales extranjeros», y punto.

En el mismo enero que le reinstaló en la silla, una nevada inusual cayó en parte de La Florida y en el norte de México. Como en cierta serie, esa puede ser la señal de que «el invierno (geopolítico) está llegando» a Latinoamérica y que por ello sus «guardias de la noche» deben coordinarse, pero la distancia y hasta el odio entre gobiernos de la región no hacen más que facilitar la tarea del flamante mayoral del hemisferio.

Él dijo, con el mayor desparpajo: «Nosotros no necesitamos a otros países. Ellos (los latinoamericanos) sí nos necesitan a nosotros». La única verdad, mister Trump, la única certeza, claramente vislumbrada siglos atrás por próceres verdaderos, es que América Latina necesita de América Latina, que separados no llegaremos a ninguna parte y no parece muy inteligente discutir quién va primero al cadalso.

Ha quedado claro: el Presidente de Estados Unidos no quiere solo toda tierra que quede al sur del río Bravo ni limita a China su trauma de atrás (del primer mandato), casi freudiano; también pretende comerse la enorme cuña de planeta que imagina «servida» al sur del Ártico: Groenlandia y Canadá. Él quiere el mundo, en patético remedo del genial Charles Chaplin caracterizando en El gran dictador a un juguetón Adolph Hitler que hacía malabares con el globo terráqueo.

El pillaje de Donald amarillo

Aunque el verde de Groenlandia se pierde en recuerdos milenarios, alguna vez se llamó Greenlandia como un recurso mañoso de su primer colonizador, Erick el Rojo —no hay que decir el color de su pelo—, para sumar entusiastas que plantaran hogares en medio de tanto frío. No es película de cascos con cuernos, es la realidad: Donald el Amarillo, el vikingo 2.0, alienta a los groenlandeses de hoy a que le dejen entrar a recalentarles su paz de siglos en una isla demasiado grande, demasiado rica, demasiado estratégica… para tan pocos guerreros.

Sus deseos (¿serán órdenes?) son parecidos con Canadá, a cuyos hijos propone cambiarles el país enorme por una estrellita en la zaga de una bandera ajena. «¡O hay trueque o habrá aranceles!», parece exigir el jefe del imperio timador.

Trump irrespeta a la ONU cuando busca revisar lo que, como país, Estados Unidos paga a sus organismos. Nadie le ha dicho que, en cierta medida, los millones yanquis son «dinero lavado», en tanto provienen del saqueo y la agresión a los pueblos. Ya ni la OTAN, que se dedicó animosa a comprar «carbón» bélico del caro para atizar en Ucrania un fuego ajeno que cuesta miles de vidas, tiene las cosas seguras con el amo poderoso que ahora impone, también en la guerra, pagar la cuenta «a la americana».

Es el egoísmo supremo, que no recompensa lealtades. La nueva Roma, que nace decaída y decadente, ha anunciado que el eje de su política exterior será «la paz por la fuerza»; esto es, el chantaje y la sumisión. Su manual diplomático estará centrado en la extorsión política y, para gestionarlo, Marco «Rabia» tiene todas las cualidades: no solo lo leerá como dicta Donald Trump, también sabrá ampliarle páginas.

Antes de estas elecciones por el Despacho Oval vimos lo mismo que en las de 2016, también ganadas por Trump: muchos estadounidenses iniciaron trámites para obtener la doble nacionalidad con países europeos o con —el ahora «sentenciado»— Canadá, con miras a tener un sitio adonde marchar si vencía el susodicho.

Mudanzas express que volvió el «Lobo»

Por aquellos años, hasta el afamado actor Robert de Niro anunció que se iría si sobrevenía tal desgracia, pero al cabo no lo hizo, quién sabe si disuadido por la certeza de que cine es cualquiera, pero Hollywood hay uno solo. ¿Cuántos estadounidenses cumplieron su palabra esta vez? Nadie lo sabe; sin embargo, lo seguro es que Trump ha puesto más alto la varilla del fango, complicando
todo a la vez en todas partes, y todavía los terrícolas no tenemos manera de mudarnos de planeta, que sería la única manera segura de ponernos a salvo de sus zarpazos. De hecho, las opciones de futuro para la migración cósmica están en manos de su mejor lugarteniente, Elon Musk, así que seguramente también vetarán el cielo.

Cuba, tan pacífica ella, no puede mudarse al lejano Pacífico. No tiene que hacerlo. No quiere. No le da su gana antillana. ¡Que permute el abusador del barrio!

Algo debe aclararse de una lista que avergüenza solo al escribano que la confecciona con su mejor «coreografía»: lo que realmente aterroriza a la Casa Blanca es que, contra huracán y tsunami, Cuba es el más auténtico patrocinador del humanismo.

Entonces, podría recordárseles a Donald Trump y a su Marco (político) lleno de odio y comején las palabras de Fidel Castro en la ONU, por los días gloriosos de septiembre de 1960 en que al corajudo de la Sierra Maestra le bloquearon ciertos hoteles de Nueva York y él se hospedó con los suyos en el Theresa, en pleno barrio de Harlem, con la custodia solidaria de negros estadounidenses.

¿Quién podría intimidarle?: «Por nuestra parte, con todo respeto, debemos decirle que los problemas del mundo no se resuelven amenazando ni sembrando miedo; y que nuestro humilde y pequeño pueblo, ¡qué le vamos a hacer! (…). Estamos ahí, mal que le pese, y la Revolución seguirá adelante, mal que le pese: y que, además, nuestro humilde y pequeño pueblo tiene que resignarse a su suerte, y que no siente ningún miedo…», dijo en un discurso que parece pronunciado hoy mismo o el pasado 20 de enero. A este planeta pos-Castro le urgen nuevos fideles. Sin ellos, no habrá salvación.

Por alguna asociación de alarma, las «trumpadas» de Donald me remiten al título que el genial escritor «cubanoamericano» —porque era estadounidense pero un día, en La Habana, se declaró «cubano sato» y porque amaba su tierra y amaba la nuestra— Ernest Hemingway escogió para una novela, inspirado en un poema del poeta inglés John Donne: ¿Por quién doblan las campanas?

Ambientada en la Guerra Civil Española —que por su defensa de la humanidad era más que española y más que civil—, la novela gira en torno a la misión de un joven estadounidense, miembro de las fuerzas republicanas, que debía dinamitar, tras las líneas franquistas, un puente estratégico para la lucha contra el fascismo.

Como las asociaciones mentales, el devenir político puede ser rocambolesco: ahora es un anciano estadounidense, en franca ruta fascista, quien quiere volar a trumpada limpia, no en novela sino en la vida real, el puente del entendimiento humano.

Mientras en esta humanidad dividida los pueblos deciden si quieren luchar unidos o morir a solas, si entienden de una vez que «… cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa…», el nunca antiguo poeta inglés John Donne recita desde el siglo XVII, para Hemingway y para todo el que quiera vivir, la genial advertencia en versos: «… por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti». (Tomado de Cubaperiodistas)

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