Lourdes durante su trabajo de campo. Autor: Cortesía de la entrevistada Publicado: 08/02/2025 | 08:36 pm
Lourdes Mariana Mugica Valdés es una mujer que te hipnotiza con su manera de hablar. Al pronunciar solo unas pocas palabras ya deseas oír por horas lo que tiene para contar. No hay una sola frase que diga que no te haga transportarte al pasado que relata. La sencillez emana por sus poros, habla bajo, casi susurrando y, al observarla, no te imaginas el extenso arsenal de conocimientos y de experiencias que posee.
Aunque es egresada de la Universidad de La Habana en la especialidad de Biología de Animales Superiores, nunca imaginó que el estudio de las aves se convertiría en el centro de su vida y de su actividad científica. Su interés por la ornitología surgió gracias a su profesor Orlando Torres Fundora, fue de los que transmiten el amor por lo que hace y te inspiran a seguir ese camino.
«Era muy apasionado, a él le debo que esa fuera mi especialidad», dijo con una sonrisa en el rostro.
Luego de graduada, trabajó en la investigación de las aves en la Facultad y al poco tiempo se estrenó como profesora, un oficio al que ha dedicado sus últimos 40 años. Fue en ese entonces cuando inició las investigaciones en los humedales cubanos, en diferentes provincias como: la laguna de Batabanó, Mayabeque; la costa sur de Pinar del Río y la Ciénaga de Zapata, en Matanzas.
Cuando fue por vez primera a las arroceras aún era investigadora en la Facultad. De pronto, les habían solicitado un estudio porque decían que los patos se estaban comiendo el arroz. Pasaron meses ahí, muestreaban, los colectaban y analizaban sus estómagos. Una experiencia difícil, en un grupo lleno de hombres donde la que parecía una especie fuera de su hábitat era ella, una mujer. ¡Toda una rareza verla en el fango!
Pero a Lourdes no le importaba caminar por un campo de arroz lleno de agua y salir mojada hasta el pecho. No le importaba el dolor inaguantable de las piernas, ni ver cómo se deshilachaban los pantalones y la camisa, que quedaban hechos jirones.
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El reloj marcaba las diez y por fin terminaron la jornada de trabajo. Regresaron a pie, con las últimas gotas de energía que les quedaban. Llegaron a aquel albergue abandonado, sin puertas ni ventanas. Tenía apenas cuatro paredes y una letrina. Hogar, dulce hogar. Sí, después de pasarse todo el día bajo el sol, el piso seco y duro bajo sus pies y la suave brisa nocturna, les parecía un regalo divino.
Aquella noche pasaron hambre, era una «época mala», comentaron en el pueblo. No pudieron conseguir ni siquiera una barra de pan. Tenían que contentarse con la última botella de vino que lograron comprar. Lourdes se quitó las botas enfangadas, se sirvió un trago, el líquido caliente le quemó el
estómago, un truco para engañarlo. A la mañana siguiente, quizá podría darle algo más que alcohol.
Se recostó en el saco de dormir que tenía en la esquina derecha de la estancia, dejó el jarrito a su lado y cerró los ojos. Pensó en lo mucho que le faltaba para terminar el trabajo, lo duro que estaba siendo, pero ya no se preocupaba, solo tenía una certeza: iba a continuar.
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Diez años después, en 1991, tuvo la oportunidad de realizar la maestría en la Simón Fraser University (SFU), en Vancouver, Canadá. La universidad canadiense había firmado un convenio con la Universidad de La Habana donde los estudiantes seleccionados no tendrían una beca, sino que solo les facilitarían el dinero del pasaje y una plaza de profesor asistente, con cuyo salario vivirían.
Lourdes se embarcó en una travesía que describe como todo un reto. Había llegado a un país extranjero con 20 dólares en el bolsillo, una gran deuda y absolutamente sola. Pasó muchísimo trabajo, recibía sus asignaturas, estudiaba y a la vez tenía que trabajar como profesora asistente para pagar la matrícula y todo lo demás; tenía que ser muy austera para llegar a fin de mes.
«No paré de estudiar, me pasaba en el laboratorio todos los días de la semana hasta las nueve de la noche. No tenía otra manera».
Por eso cuando le preguntas por el tiempo que pasó en el país norteño dice que luego de eso, ya no le tuvo miedo a nada.
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Sus años de trabajo, de investigaciones y de ciencia se han traducido en una red de amigos en todo el mundo, méritos y responsabilidades. Ha obtenido más de 40 premios nacionales y es Honorary Fellow de la American Ornithological Society, distinción que comparte con Orlando Garrido, únicos ornitólogos cubanos entre los cien miembros vitalicios que ofrecen.
Además, si de hechos excepcionales se trata, ningún investigador en esta rama de la ciencia en el país tiene tantas invitaciones como conferencista. La que marca la diferencia fue en agosto de 2016 en el 6th. North American Ornithological Congress en Washington D.C., la mayor reunión de aves en América. Asistieron al evento 3 000 personas y fue la primera y única vez que la invitación la recibió una cubana.
Fue elegida Profesora Emérita de la Universidad de La Habana, un premio que no esperaba y la llenó de orgullo. Sin embargo, para ella el más importante de todos, fue el que recibió de sus estudiantes de 5to. año en 2005, por ser una de las profesoras que los habían marcado durante la carrera.
«Fue tan espontáneo que tiene un gran valor emocional para mí», dice siempre.
Vive en una casa pequeña, de cerca verde y jardín frondoso, ubicada en Boyeros, desde hace 50 años. En el interior prima el orden. Lo primero que encuentras a la derecha es su estudio, un espacio minúsculo en el que solo cabe el librero repleto de ejemplares. Y la mesita con la silla a juego, donde se sienta a corregir exámenes o a escribir su próxima publicación científica.
Con sus más de seis décadas aún conserva ese caminar activo, como si los años no le hicieran efecto. Luce con orgullo su cabello plateado que le llega hasta los hombros, viste sus pantalones cortos de campaña, su camisa de trabajo de mangas largas y su sombrero, que nunca olvida porque su blanca piel no se lo perdonaría.
De lunes a viernes es la profesora Titular de la Facultad de Biología y como tal se pasea por sus pasillos, pero también es la abuela preocupada, la madre atenta y la esposa cariñosa. Los domingos en la mañana deja a su mamá en la iglesia, recoge a su amiga Rita y aprovecha ese tiempo para realizar su caminata de varios kilómetros.
Tiene un rincón especial en su azotea, donde se mece en el columpio y lee el último libro que compró, uno más, no importa, quería darse ese gusto. Quizá este sea su refugio, rodeado de plantas, comederos para colibríes, con una cotorra pintada en la pared del fondo que le recuerda a lo que ha dedicado su vida, siempre, con los pies en el fango y la mirada al cielo.