Los ladridos de los perros que se adueñaron de un paraje espirituano alertan de las visitas. No importa el horario: ellos velan, principalmente por alguien que los quiere a prueba de todo.
Si he de querer al Apóstol, he de querer a Cintio. Si he de necesitar la poesía, he de necesitar de Cintio. Si he de amar el amor, he de amar a Cintio. Sin que se olvide en ninguno de los casos a quien él nombró su destinada. Porque la plenitud que emana de esta historia se ayuda del sentimiento cósmico que inundó ambos espíritus. Fina García Marruz y Cintio Vitier: la historia que soñamos nuestra.
«Todos somos “artistas” y todos somos “poetas”», eso me dijo mi amigo Joel cuando, afligida como la damita de una novela radial, le confesé un día algunas de mis frustraciones. Bastó entonces la mirada y el gesto de consuelo para creerme su mentirilla piadosa, sobre todo porque por su carácter sarcástico y al parecer poco empático, yo solía decirle Doctor House, así que su intento de consolarme me valió el doble.
Los cubanos, los primeros en ser corrosivos con la suerte propia, solemos hablar de los Comités como de un ser enorme cuyas palpitaciones a veces no sentimos. En honor a la honestidad, sin embargo, algo nos dice que sería lamentable renunciar a ese andamiaje social de cuya réplica no tenemos referencia en ningún otro lugar del planeta.
Vanesa llegó para virarlo todo al revés (aunque siempre he sospechado que lo que hizo fue poner el mundo en su lugar). Invadió sin necesidad de autorizaciones el más intrincado de los rincones de su casa. Sus padres, abuelos y hasta los bisabuelos que ostenta orgullosa, bajaron la cabeza (o la levantaron de «vanidad de la buena») para reconocer tanto ingenio. Porque Vanesa es mucha Vanesa.
Desde hace varios meses comenzaron a sacudir los correos, teléfonos y libretas de direcciones para programar el añorado reencuentro. Muchos, jamás se habían vuelto a ver. El último abrazo colectivo fue el día de la graduación, quizá un jueves o un viernes de 1984. Allí, en su adorado Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (Ipvce), se despidieron de las tantas hazañas de azul, y echaron a andar.
Caía la tarde del 18 de septiembre de 1892 sobre Santo Domingo de Guzmán, la ciudad primada de América. Un jinete solitario avanza por las polvorientas calles y detiene su caballo frente a la célebre Casa de San Pedro, en la calle Mercedes. Aquí se hospeda. Era un poeta y pensador cubano, tenía 39 años y venía de la ciudad de Nueva York.
El escritor y teólogo inglés William George Ward (1812-1882) tenía toda la razón cuando dijo que las oportunidades son como los amaneceres: si uno espera demasiado, se los pierde, y sería realmente lamentable descuidar un regalo así.
Hace varias semanas empecé a ver una nueva serie televisiva en la cual se explica, con bastante certeza, la relación que existía entre escoceses e ingleses en 1743. Es un drama bastante entretenido acerca de una enfermera inglesa quien, a raíz del final de la Segunda Guerra Mundial, mientras paseaba con su esposo por los campos de Escocia, tocó una piedra que tenía ciertas características místico-religiosas y, sin saber cómo, desapareció de su realidad y apareció en el mismo lugar geográfico, pero 200 años atrás.
Las amonestaciones andan por las pasarelas económicas y sociales del país. Son como nalgaditas suaves, sacudiones de hombros o regaños al paso, para esos «traviesos» que trastocan el orden, el rigor y la disciplina, sembrando la impunidad y el descontrol. Leves tirones de oreja para que no lo vuelvas a hacer, sobre todo cuando la charranada se revela públicamente en un medio de prensa.