Celia María Hart Santamaría nos dejó preciosos testimonios sobre Haydée, su madre, publicados ahora, junto a otras evocaciones, por Ojalá. Las remembranzas íntimas revelan rasgos esenciales de aquella excepcional personalidad. Cuando ya Haydée no estaba entre nosotros, Celia María visitó la cárcel de Guanajay. La minúscula celda, compartida con Melba, tenía un duro y estrecho camastro. Fue un difícil tiempo de silencio, después de los preparativos del Moncada, el combate, los ojos arrancados del más querido entre todos los hermanos y el cuerpo destrozado de Boris, el novio. Luego, en el juicio, la gran batalla por la verdad. Durante el encierro, la lectora voraz dispuso tan solo de un libro de Ingenieros. Aunque no lo recordara más tarde, debió ser una etapa de meditación, de rescate de lo más profundo de sí, de preparar el alma para echar a andar, para volver a la vida con pasión, con las claves necesarias para descubrir el sentido de su existencia. Por eso, cuenta Celia María, su flor favorita era el girasol, hermoso y útil a la vez. Pudo así dar vuelta a la frase martiana y defender la virtud de la utilidad en la entrega total a la construcción de un país bajo el signo de la justicia en tanto principio abstracto y acción cotidiana, iluminado por la belleza y por el crecimiento espiritual de los ciudadanos que lo pueblan y lo hacen.
Tuvo que conjurar los fantasmas que la acompañaron con signo de muerte, no solo los entrañables caídos del Moncada, sino los que fueron cayendo después en la Sierra y en la clandestinidad, personas de carne y hueso, historias de dolor y regocijos compartidos. Lo hizo defendiendo ante todo el valor y sentido de la vida. Por eso, a la hora de escoger a un combatiente para una misión riesgosa de acción y sabotaje, seleccionaba a aquellos con más acendradas cualidades humanas, inmunes a la tentación de convertir en hábito lo que constituía necesidad impuesta en circunstancias de la lucha armada en las ciudades. De manera orgánica, se expresaba en Haydée Santamaría la relación abstracta de un ideal, aliento impulsor de una voluntad transformadora y el contacto con los hechos concretos de la realidad. Había que construir un país inscrito en una América Latina lacerada, con actores endebles e imperfectos que tendrían que crecer y superarse en el empeño.
Muy cercana a las ideas del Che, aunque lo suyo no fuera el debate teórico, comprendió en la práctica que, una vez derribadas las estructuras del antiguo régimen, la prioridad se encontraba en la transformación de los transformadores. Intransigente en los principios percibió con nitidez que la tarea de juntar hombres se basaba en la confianza mutua, en la capacidad de escuchar y entender para actuar de manera consecuente en cada caso. Muchos de los testimoniantes que ahora la evocan, acudieron a ella en momentos difíciles de acoso o marginación. Los fundadores de la nueva trova y el entonces joven desconocido Eusebio Leal recibieron en el momento debido su decisivo y útil respaldo.
Corazón y mente se hicieron sensibilidad y perspicacia en el alma de Haydée Santamaría. El horno del Moncada, de los riesgos de la Sierra y la clandestinidad forjaron la voluntad irrenunciable de luchar por ideales y el tacto y el conocimiento de la naturaleza humana con los vaivenes y contradicciones ocultas tras las apariencias. Después de la derrota del tirano, la defensa de la Revolución y el gran sueño latinoamericano impusieron otras tareas. Asumió la construcción de la Casa de las Américas con la misma entrega de los días de la guerra. Sin haber pasado por la Academia, lectora voraz y seguidora atenta de la vanguardia artística integró un equipo de colaboradores altamente capacitados, cubanos unos, venidos de otros países algunos, personalidades disímiles mancomunadas en un mismo empeño. Por la hospitalaria Casa pasaron Don Ezequiel Martínez Estrada, Roque Dalton, Mario Benedetti, Manuel Galich entre muchos más. Con transparencia y autenticidad tejió extensas redes solidarias. Arte, vida y revolución fueron para ella valores inseparables. Por eso, andando por la calle arrancaba los carteles que mancillaban la imagen de los héroes con el mal gusto y el diseño rutinario, carentes de belleza o creatividad.
Muchas acompañan a la suya en Haydée, hace falta tu voz, editado por Camilo Pérez Casal con la devota colaboración de Chela (Graciela Rodríguez) y Lolita (Dolores García Fernández). Es un testimonio conmovedor, evocación palpitante al alcance de nuestros lectores. El libro será presentado en la Casa del Festival, el viernes 21 de noviembre a las tres de la tarde.