La sensible pluma de Edmundo de Amicis, adarga de la conducta cívica, aseveraba allá por las inmediaciones del siglo XIX que la educación de un pueblo se juzga por su comportamiento en la vía pública. En Corazón, célebre libro suyo, el italiano recordaba los deberes en la calle, porque ese espacio de colectividad —decía— es la casa de todos. ¿Existe conciencia de esta verdad universal en nuestros coterráneos?
Pensaba en ello mientras recordaba cómo, días atrás, un vecino del municipio de Plaza de la Revolución hacía alardes de un buen brazo al lanzar una jaba de basura desde un tercer piso, que fue a parar al centro del parquecito donde correteaba un grupo de pequeños. El hombre ni siquiera miró de soslayo para ver si algún infante recibía el impacto. Cerró la puerta tras de sí y se sumergió en su hogar recién pintado, «intachable», al decir de un testigo de crédito.
Todavía nos encontramos a muchos indolentes como este por ahí. Mientras eleva a patrimonio del mundo el centro histórico de La Habana Vieja y canta a las sábanas blancas, nuestra capital sufre la agresión de más de uno de sus habitantes, que viola su pudor de cándida doncella. Hay quienes se resisten a ser culpados —con ellos no va eso de justo por pecadores— y miran inquisidoramente hacia Servicios Comunales. Llevan su poco de razón: no siempre se dispone de los recipientes necesarios para verter los residuos y en ocasiones falta la sistematicidad en las recogidas, pero también han faltado iniciativas o alternativas ante la carencia de combustible y equipos.
Sin embargo, qué decir de los tanques de basura recién colocados, a los cuales les quitan las ruedas para construir «carritos multipropósitos». O de aquellos otros, que en las esquinas, en pleno asueto, ven crecer las montañas de basura a escasos metros. Ni siquiera un mecanismo de limpieza bien engrasado pudiera servir si no hay una conciencia social, ni alcanzaría a frenar las agresiones que con frecuencia se cometen contra la sociedad y, desafortunadamente, pagamos todos.
Un cuadro triste, apreciable lo mismo en La Habana Vieja, Marianao, que en el Cerro y Guanabacoa. ¡Y no son estos los únicos municipios! Por suerte algunos escapan de la incuria. En el Cotorro, áreas hay donde soplan y respiran otros aires. Algunas zonas del centro de la urbe concurren también al festín de los elogios merecidos. Otra pregunta pertinente sería: ¿Por qué en algunos lugares sí y en otros no cuidamos y mantenemos la higiene pública?
Cuando viajamos a otras provincias, la limpieza de muchos nos deslumbra. Aunque su mantenimiento requiere de menos recursos que los demandados por una urbe como La Habana, el esmero para conjurar la suciedad de las avenidas, y no solo de las principales, habla del respeto de sus habitantes por el entorno. ¿Será por obra y gracia del sentimiento de pertenencia arraigado allí, en una población más estable, o tal vez de una cultura que va más allá de los niveles de instrucción?
Algunos sabios antiguos recomendarían ver los efectos, pero también hay que hurgar en las causas. Y entre ellas, a mi juicio, además de las limitaciones materiales está la notable carencia de una cultura urbanística entre no pocos capitalinos, algunos de los cuales —nosotros entre ellos— podríamos empezar a contestarnos, por ejemplo, qué hace diferentes a aquellos otros compatriotas.