Muchos cubanos conservamos en la memoria jirones de La Edad de Oro. En su origen, la revista estaba destinada a las niñas y los niños de nuestra América, pero más allá de las intenciones del autor, sus páginas guardan lecciones fundamentales para los adultos, que encontrarán en ella, a mi juicio, alguna involuntaria confesión de José Martí, ese hombre todavía tan inexplorado, uno de los grandes misterios que nos ilumina, sobre todo en momentos difíciles. Sus contemporáneos lo llamaron Maestro. Le estaban concediendo con ello el más alto reconocimiento. Porque maestro no es tan solo quien atiende un aula a lo largo de un curso escolar. Es quien aconseja y conduce. Cuando alcanza la máxima estatura, se convierte en conductor de pueblos. Así pudo Martí congregar voluntades de jóvenes y viejos, de protagonistas de la Guerra de los Diez Años y de los obreros de Tampa y Cayo Hueso. Convencía porque explicaba e inducía a pensar, porque inspiraba confianza por la transparencia de su conducta y transmitía a todos la fe en el porvenir y en el participativo hacer de cada uno.
La Edad de Oro constituye un programa pedagógico, el complemento concreto del proyecto formulado en Nuestra América.
Entre las bases implícitas de este programa, desde la carta de presentación se define el modo de relacionarse con los demás y, en particular, con los niños. El autor se identifica como «el amigo de La Edad de Oro», algo así como un hermano mayor que establece el diálogo intergeneracional sin autoritarismo, condescendencia o muestras de superioridad. Podemos imaginarlo como el cuentero tradicional, formando círculo con sus oyentes.
Los Tres Héroes, visión humanizada de los libertadores, sitúa, de entrada, el punto de vista del lector en el centro esencial, donde habrá de insertarse el mundo. Para preservar la imagen del español bueno en el contexto de los horrores de la conquista, aparece el perfil conmovedor de Fray Bartolomé de las Casas. La exposición internacional de París abre la perspectiva hacia el anchuroso horizonte del planeta. Adelantado a su época, Martí describe con entusiasmo la recién inaugurada torre Eiffel, sostenida en la tierra por garras poderosas, mientras su silueta elegante se afina apuntando hacia el cielo y mostrando desde su altura el impresionante escenario de la ciudad. Devenida ahora símbolo de París, fue repudiada entonces por su desnudo costillar de hierro, anunciador de un futuro muy ajeno a las tendencias dominantes del momento. Según la opinión de muchos, tendría que ser destruida una vez concluida la muestra. El escritor valora la importancia del desarrollo tecnológico, pero insiste sobre todo en la diversidad cultural del planeta. Admira la pericia del trabajo artesanal apuntalado en la tradición milenaria. Y, en este orden de cosas es, nuevamente, un adelantado. Distante de las posiciones positivistas, no se deja deslumbrar por una noción de progreso reducida al impacto de la transformación acelerada de la industria. Defiende una pluralidad en la que habrá de inscribirse nuestro mundo. Con el auténtico respeto por la diversidad instituye los fundamentos de una real sabiduría, orientado a la edificación de un universo armónico.
El pensamiento pedagógico de Martí se manifiesta en la relación respetuosa con la personalidad, la inteligencia y la sensibilidad de la infancia mediante el uso de un vocabulario extenso, nunca aniñado ni condescendiente, aunque la sintaxis evite la complejidad de otros textos suyos. La amplia temática y el estilo narrativo dominante captan el interés y despiertan curiosidades. Lo sustantivo se revela en la implícita toma de partido en un debate que ha recorrido el concepto de educación en todos los tiempos y está aun más vigente en la actualidad. El hilo conductor de la disyuntiva se define, atemperado a las características de cada época, en la orientación del sistema hacia un propósito básicamente formativo o hacia la vertiente que privilegia lo informativo. En el primer caso, se opta por la apuesta en favor del desarrollo humano estimulando la creatividad del pensar e inquirir, cuidando la sensibilidad latente por lo hermoso del mundo natural, tanto como por la obra salida del trabajo humano y despertando el vínculo solidario con un entorno hecho de la familia inmediata, de los compañeros y de los desfavorecidos por la vida. A esta tradición se opone aquella otra, centrada en la adquisición, muchas veces memorística y repetitiva concebida para procurar fuerza de trabajo más o menos calificada.
Al final, el amigo de La Edad de Oro se ha trasmutado en el padrazo de La Edad de Oro. El diálogo sostenido conduce a una creciente intensidad afectiva. Aparentemente imperceptible, el cambio muestra una dolorosa arista que el pudor silencia. Poco antes La muñeca negra tiene al padre como protagonista de la narración. Distante de la niña, absorto en los deberes de un trabajo que lo abruma, no conoce las zonas más recoletas de su intimidad. Un muro transparente e infranqueable impide expresar de manera adecuada el amor y la ternura que lo embargan. Porque entre los niños y niñas de América está su Ismaelillo, tan lejano en un mundo al que José Martí tuvo que renunciar para cumplir su compromiso mayor, aquel que también lo separó de la madre.