Los romanos antiguos llamaban res publicae o «cosa pública» a ese espacio de sus vidas que pasaba por una relación y responsabilidad políticas de los ciudadanos, signado por verdaderos mecanismos democráticos.
Siglos después, Carlos Marx, en La Guerra Civil en Francia, de 1871 —a propósito de la significación de la Comuna de París— encontró un modelo político alternativo al capitalismo, el cual no solo rechazó la tripartición de poderes en la organización de sus estructuras estatales, sino que rescató de los antiguos un tipo de democracia donde el representante, actuando en la dirección de intereses particulares, se encontraba sujeto a un mandato vinculado, que contemplaba su revocación.
El modelo político opuesto, consolidado hasta nuestros días, es un tipo de democracia que se refugió en el mandato representativo, dirigido precisamente a la independencia del representante. El votado no responde al votante ni le rinde cuentas, y por tanto no está vinculado políticamente. Desde principios del siglo XX, la «democracia de partidos» está signada por este tipo de vínculo.
La consecuencia es una democracia que tacha de «reliquias históricas» formas de democracia directa, y entre otras cuestiones, rebaja la condición política de los electores ante un sistema construido con los resortes de un voto popular que niega el mandato imperativo y excluye la responsabilidad directa en la representación pública.
Ello implica una dinámica muy problemática para una organización del poder funcional al ciudadano, porque el resultado es una racionalidad tendente a desconectarlo de la vida pública, donde la cultura de la supervivencia somete con su propia lógica la viabilidad de una cultura ciudadana.
Resulta ya una burla grosera que se insista en las posibilidades de una participación política y económica en un sistema económico y social excluyente, acumulativo y diferenciador. Hay una vocación desde los más altos círculos académicos del capitalismo en divorciar la temática del reconocimiento formal de derechos, del análisis del sistema económico y social que le sirve de soporte.
En el orden cultural, el liberalismo no dejó morir espíritus monárquicos ni señoriales, y salió victorioso cuando, más que negar la participación política real, logró legar una cultura elitista del poder que atentó directamente contra una comprensión republicana y de civilidad de los oficios públicos.
Toda esta realidad clama desesperadamente por un cambio de perspectiva en la discusión sobre la democracia. Ella no debe colocar el punto de arranque en la necesidad de un partido o de varios partidos en el escenario político, desde el cual giren el resto de las cuestiones problemáticas, porque se pierden esencialidades en verdaderas perspectivas democráticas. Los medios no pueden preceder a la condición.
Solo tendrá validez la discusión si toma como fundamento la búsqueda de verdaderos mecanismos y estructuras organizativas para una democratización total de la vida política y económica. Pero no es este el momento de someter a debate la viabilidad de una u otra propuesta para escenarios históricos concretos y la pertinencia de encontrar sus virtudes y sus propias limitaciones. Para ello, en aras del rigor y la seriedad, no valen análisis abstractos ni descontextualizados.
La comprensión de que la «cosa pública» implica responsabilidad de todos, es más que decir pasar de súbditos a ciudadanos, y se plantea, ante todo, por el lugar en el tejido social donde poder y participación construyen para el hombre una dinámica de vida, y donde este tenga la capacidad de construir su realidad social, política y económica desde los contornos más inmediatos, en la comunidad, en el lugar de trabajo, en la empresa, en la cooperativa, etc.
Se trata de un sistema integral de participación con poder en todos los contornos de la vida, que logre edificar sentimientos y una cultura de pertenencia a la cosa pública.
*Jurista y presidente del Club Martiano Enrique Hart