Días atrás, un reencuentro reposado con una de mis condiscípulas más próximas del preuniversitario, amiga de mesa de estudios y maratones de repasos para la buena nota, intransigente siempre en el fecundo ejercicio de los afectos, me ha hecho evocar un anecdotario repleto de filones cómicos y aventureros propios de aquella edad, en que reíamos a destiempo, preferíamos la bulla resuelta y no el toque serio, y hacíamos un «plan rebelde» prácticamente de la nada.
Hace poco recibí una de las peores noticias para una periodista veinteañera y miope como yo, que ha pasado dos tercios de su vida con espejuelos, tres años de ella con un parche incluido.
Millones lo esperan cada lunes. Aguardan por el programa posterior al noticiero preguntándose qué traerá en la chistera Pánfilo, en referencia al personaje que encarna de modo magistral Luis Silva en Vivir del cuento.
No crea que leyó mal el título o que se trató de un error de imprenta. Aunque el asunto sí está vinculado con una equivocación, no es responsabilidad de este periódico. Tampoco de los encargados de escribir esa «o» donde debía ir una «a», en tiempos en que el lenguaje de género lucha por ganarse un lugar —el que considero que le corresponde— en los modos de hablar y escribir del mundo.
Ahora que con recientes editoriales del New York Times ha vuelto a salir con cierta resonancia el tema de la injusta y criminal política que Estados Unidos ha mantenido en relación con Cuba, me vienen a la mente las veces que en centenares de programas de radio o televisión de Miami saqué el tema a colación.
Nunca me ha convencido del todo la idea de una educación formal. Sugiere un comportamiento externo, convencional, sujeto a normas establecidas en cada época según las jerarquías sociales del momento. Así existió el besamano y a las niñas se les enseñaba a hacer la reverencia.
Tal vez pareció que Fidel Castro solo arrimaba otras brazas de pensamiento martiano al sartén de la política cuando en la II Cumbre Iberoamericana en España, en 1992, afirmó que «Cuba no anda de pedigüeña por el mundo: anda de hermana, y obra con la autoridad de tal. Al salvarse, salva...».
«Señora, ¿usted cree en Dios?». La aguda pregunta de Ramón Labañino a una funcionaria de prisiones en Miami inicia el libro Retrato de una ausencia y uno comprende enseguida que va a sumergirse en historias sobre una fe —en los seres humanos y en su derecho a existir en ese entorno sagrado llamado patria— y sobre las maneras heroicas de defenderla.
Con perdón del escritor inglés William Shakespeare, considero que la cuestión hoy es comunicar o no comunicar, porque la información, además de ser un bien público, es imprescindible para que las personas puedan entender y percibir de manera correcta su realidad.
Usted tiene todo el derecho de salir a la calle con un vestido plateado a las nueve de la mañana o a personarse en algún lugar público llevando un short o camiseta. Yo, en cambio, tengo el derecho de opinar. Pero no, no hay por qué ponerse a la defensiva. Opinar no es arremeter.