Parecería que para algunos en Cuba la palabra «ciudadano» no pasa de ser un calificativo con el que determinados sujetos se dirigen al común de los mortales, o peor aún, sinónimo o referente delincuencial.
Los que así piensan, o quienes actúan en correspondencia con preceptos semejantes, tal vez ignoran los siglos de martirologio que ha costado ir ubicando ese santísimo vocablo en su verdadera dimensión, sin que todavía la alcance en toda la plenitud.
Tanta es la relevancia de lo que significa que, desde el año 2003, el conjunto de los textos y documentos referentes a la proclamación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del «Ciudadano» —aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789— fueron seleccionados por la Unesco para integrar la lista del registro de la Memoria del Mundo, que recopila el patrimonio documental de interés universal, con el propósito de asegurar su preservación.
Fue en la antigua Atenas —donde se practicaba algo parecido a un sistema político de la democracia directa—donde el término empezó a escalar en su abolengo. Solo que en aquella sociedad esclavista y excluyente, eran ciudadanos únicamente los habitantes mayores de 20 años, varones y libres, que debatían sobre los asuntos importantes de gobierno reunidos en la plaza pública.
Desde tiempos tan antiguos como los del filósofo Aristóteles, ya este definía que lo fundamental para llamar a alguien con ese calificativo no era haber nacido en un Estado determinado, sino participar en la Asamblea y en la administración de las cosas públicas.
Aunque derivado de la palabra ciudad, que a su vez lo hace del latín civitas, que significa la organización estatal conformada por ciudadanos (civis), el de ciudadanos es un concepto que tiene connotaciones verdaderamente insoslayables, determinantes si los seres humanos estamos decididos a conquistar un mundo de auténtica libertad, igualdad y fraternidad, como estamparon en su declaración pionera los revolucionarios franceses de 1879.
Como ya apunté en este espacio, esa honda condición cívica no se hereda en el acto del nacimiento en ningún espacio geográfico, más bien se alcanza, o se merece. Para que esta se desarrolle y finalmente se encarne, se requiere asumir el compromiso con la complejísima genética social, política y económica de tu país, incluso del mundo, porque también puede aspirarse a la soberana condición de ciudadano del mundo.
Precisamente, fue esa una de las urgencias marcadas por el prominente intelectual y revolucionario Alfredo Guevara, durante un diálogo con estudiantes universitarios en una fecha cercana a su muerte. En aquel debate aludió la necesidad de que el sistema educativo a todos los niveles, y las instituciones de la sociedad, apuesten a una educación no solo patriótica, sino también para la civilidad, para vivir en sociedad.
Guevara, quien abordó con autoridad y transparencia sus desajustes, sostenía que con errores, pero también con virtudes, hemos llegado al período en que se puede considerar factible un mayor empoderamiento como ciudadanos.
Y no solo gente que vota en las elecciones, o que opina en algún lugar, y a las cuales se les haga caso, porque uno de los principios para llegar a ser ciudadano en Cuba —agregó—, será que el Poder Popular deje de ser solamente popular y, se convierta más en poder.
Un subrayado de esa naturaleza es bueno recordarlo por estos días, cuando el país realiza otro de los procesos de rendición de cuentas de los delegados a sus electores; circunstancia que, como es de suponer, pone a prueba nuevamente la naturaleza misma de la columna vertebral de nuestro sistema democrático. Para que el pueblo, la masa adolorida, como la calificó José Martí, se convierta en el verdadero jefe de las revoluciones.
Fue precisamente nuestro Apóstol quien sustentó que a partir de la experiencia de la educación —sin ignorar el resto de los factores que pueden arrinconar o incentivarlo— se pueden formar buenos ciudadanos. Sobre todo, porque el punto de partida de la cultura cubana está en la ética como principio rector de la política, lo que acentúa el papel de la educación en el desarrollo y fortaleza de la civilización, como ha insistido el integrante de la Generación del Centenario Armando Hart Dávalos.
Según este predicador martiano, ello se traduce en la correspondencia entre el decir y el hacer, en la honestidad como norma de conducta ciudadana, en la toma de partido por los desposeídos no solo de Cuba sino a escala universal.
Fueron precisamente educadores, ha recordado Hart, como el presbítero Félix Varela, independentista consecuente, y José de la Luz y Caballero, fundador de la escuela cubana, quienes incorporaron como elementos forjadores de la nación los principios éticos, morales y espirituales que nos venían de la mejor tradición del cristianismo.
No es casual que se subraye que la ética y la justicia social constituyen hoy la principal necesidad ideológica de Cuba, América y el mundo.
Precisamente Félix Varela sostenía que «no hay duda que las instituciones políticas y las leyes civiles sirven de protección y de estímulo, pero no bastan para consolidar los pueblos; antes son como los vestidos, que protegen el cuerpo y le libran de la intemperie, mas si está corrompido no pueden sanarlo. Una prudencia social, fruto de la moralidad y de la ilustración, es el verdadero apoyo de los sistemas y las leyes...»
Así que rescatemos de una vez de sus desfiguraciones la palabra, y también honremos lo que ella significa, porque sin genuinos ciudadanos se atrofia una nación.