Muchas veces en la vida el dolor nos domina y no sabemos cómo dar respuesta a nuestras angustias. Quizá quien no ha tenido tristezas, creció junto a sus padres, no se sienta despreciado o no haya perdido a un ser querido, no logre entender estas líneas, las que les escuché a una joven mientras narraba —entre lágrimas y sollozos— la siguiente historia:
¿Nació repentista o lo aprendió después? ¿Puede enseñarse a improvisar? Estas han sido preguntas que desatan fuertes polémicas en el panorama decimístico cubano desde los mismos albores del género, pero sobre todo después de que Alexis Díaz-Pimienta apostó por la enseñanza de esta vertiente artística en los talleres infantiles.
Es difícil determinar el momento en que esa especie de «mensajes con capucha» dejó de ser un hecho aislado y comenzó a presentarse de un modo más recurrente.
Hay quienes padecen la anomalía congénita del «mal de cálculo». Así le ocurrió a quienes aspiraban a desatar los demonios en vez del amor y la caridad que inspiraban la visita de dos líderes del catolicismo a Cuba: los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Los abuelos somos trasnochados padres de regreso. Como queda menos tiempo de vida, nos aferramos a esas criaturas que crecen inversamente a nuestro conteo regresivo: los nietos, los mocosos que disfrutan la complicidad y enceguecen con el cariño, disparando la ternura ya macerada por los años.
Con profunda vocación martiana convido a nuestro pueblo a pensar el futuro de Cuba; ello desde la realidad cubana del presente, con sus interesantes matices, sus múltiples colores sociales y sus legítimas aspiraciones, anhelos y esperanzas. Somos responsables de los destinos de Cuba, los retos que se nos presentan son resultado de un singular y complejo proceso revolucionario que ha tenido y tiene en su esencia primera, la aspiración martiana, devenida praxis de nuestra nación: el culto de los cubanos a la dignidad plena del ser humano.
Viajar de noche, obviamente, encierra más peligros y requiere el mayor cuidado de los conductores, que deben hacerlo con el máximo de precauciones.
«Suave», «Machacando en baja», «Ahí, tirando», «Como se puede y no como se quisiera»… Así andan muchos por la geografía de las posibilidades, sin incursionar en irreverentes trillos. Transitando por el camino señalado, aunque lleven la certeza de que no conducirá al destino que les incitó a seguirlo. Sin buscarse dolores de cabeza; tampoco sonrisas de satisfacción.
Allí están en vidriera o en el mostrador, al alcance de la mano. Bonitos, avellanados, con un diseño moderno. Dentro de la cabeza escuchas al duende de la necesidad: «Te combinan con el pitusa o un pantalón oscuro». Pasas la mano por el mentón, mientras el duende insiste: «Cómpralos, muchacho, con la falta que te hacen...». Respiras hondo, vas a decirle a la dependienta: «Alcánceme un par, por favor».
La guerra cultural desatada por el imperialismo y los centros de poder que operan a escala global, es en esencia, contra la juventud. Es como una empresa invisible, glamorosa, embaucadora; que trata de impedir la construcción del pensamiento propio en respuesta al pensamiento único globalizado, que busca masificar las conciencias y someterlas a las pérdidas de las identidades culturales, al consumismo, a la falta de libertad, a ese pensamiento que se basa en la dominación y no en la liberación de los pueblos.