Viviendo en Miami y otros lugares de América Latina desde enero de 1962, no fue sino hasta mediado de los años 70 que mi percepción sobre lo que estaba sucediendo en Cuba empezó a cambiar. Unos pocos años antes de que se realizara el diálogo entre el Gobierno cubano y algunos emigrados, comencé a ver el proceso revolucionario desde una óptica diferente a la que, hasta aquellos años, estaba acostumbrado a verla. No participé en aquella reunión habanera. Nadie me invitó. Pero aunque hubiera recibido una invitación, dudo mucho que hubiera acudido a la misma. Aún yo no estaba listo para tomar tan tremendo cambio de rumbo. En realidad, en aquella época me dedicaba a hacer dinero, viajar por el mundo y a hacer una familia. Mis inquietudes políticas, hacía años que ya las había abandonado. Algunos amigos míos que sí participaron me contaron en detalle lo que allí se habló.
Vestido con un mono deportivo rojo y un pasamontañas negro, agobiado como estaba, salió a dar un paseo por el mismo camino de siempre, corredor de permutas como era, haciendo su maratón acostumbrado. Mas sentía un sobresalto por lo nuevo, esas mariposillas alborotadoras que llevaba dentro sacándole latidos. En un rato se mudaría del pequeño apartamento en que había permanecido por 12 meses, a uno quizá del mismo tamaño, delimitador de otro espacio en el tiempo de su existencia, pero desconocido.
Para quienes tuvimos el privilegio de disfrutar de su compañía alegre, siempre optimista, se hace difícil pensar que ya no estará más. Que su voz de matices inconfundibles ha quedado suspendida en el éter. La noticia conmovió dolorosamente no solo a sus amigos y al mundo artístico, sino a todo el pueblo de Cuba y allende los mares. Eduardo Rosillo ha fallecido en esta capital a los 85 años.
En un día como el de ayer 1, hace 56 años, se abría una nueva etapa histórica en Nuestra América. Batista y sus esbirros, junto a sus mentores y compinches norteamericanos y la oligarquía proyanqui, huían de La Habana y se consumaba el triunfo de la Revolución Cubana. A partir de ese momento nada sería igual en Latinoamérica.
Caía la tarde en el altiplano boliviano un día de enero de 2003. El paisaje se extendía en ondulaciones apenas cubiertas de pastos y diminutas hierbas. Ni una choza, ni un alma en lontananza. Todo el silencio del mundo se empozaba en aquellas soledades, propicias a melancolías y meditaciones. Y a lo lejos, llameaban de tonos rosas y naranjas las nieves del inalcanzable volcán Sajama, por la refracción de los agonizantes rayos de sol.
Siempre toca a mi reja con descompostura, golpeándola con no sé qué objeto atronador. A veces, cuando me da tiempo y no grita el nombre que lee en el recibo, siento cómo el pequeño animalejo gruñón que alojo se despereza; pero le doy unas palmaditas mentales, le detengo la furia y voy al encuentro del cobrador.
Vamos a ver, ¿a quién no le gusta el lechón asado? Se necesita ser melindroso incorregible o huérfano de paladar para no rendir la glándula pituitaria y las papilas gustativas ante ese olor y sabor exclusivos que despide un marrano desde la vara, cuando ya está a punto de ser bajado para la cena. Y si es el pellejito así bien ampollado, crujiente y brillante de grasa... Bueno, ¡por favor!
No es un secreto que las lecturas martianas transmiten verdaderas enseñanzas de alcance universal en un lenguaje agradable y brillante. Y es que el Apóstol de la independencia de Cuba, en su vida y en su obra, es un magisterio vivo.
La casualidad puso ante mis ojos un artículo del Miami Herald, días antes de que este 17 de diciembre se ubicara entre nuestras fechas ilustres. En el escrito puede sentirse el hedor de un sector de los cubanos que siempre comulgó con lo que ha dado en llamarse una conciencia «plattista»:
¿Lo harán buscando originalidad? ¿Para parecerles «irresistibles» a los clientes? Me gustaría pensar que se trata de un acto «inocente», que solo persigue asestar un golpe de efecto. Sea de ese modo o no, lo preocupante es que se abran paso entre nosotros estilos de vida que están acuñados en los ideales de una cultura de masas ajena a nuestras raíces.