El anuncio colgado en la pared de una cafetería no estatal de cualquier esquina es categórico: «Se busca trabajadora joven de buena apariencia». No puede ser un hombre, no puede ser mayor y, por supuesto, no debe entrar en conflicto con aquello que los estereotipos más reconocidos y legitimados por las construcciones mediáticas y el imaginario popular han dado en llamar presencia física aceptable. Todo eso se lee entre líneas. Los límites de lo permisible son muy subjetivos.
Y aparecen las «indicadas» para cubrir las plantillas vacantes. Como sacadas de moldes idénticos, las muchachas de la «figura aconsejable» se posicionan fuera y dentro de los establecimientos comerciales con el propósito implícito de los dueños de atraer clientela. Y por supuesto que funciona. No pongo en duda el valor de la belleza física ni las incontenibles cualidades de admirador del cubano típico. Pero ¿cuál es el costo para la sociedad? ¿Qué hay detrás de esta realidad nada trivial? ¿Hasta dónde se extiende el triunfo de estos estereotipos?
Más allá de la cosificación de la mujer como objeto de atracción con fines mercantiles, más allá de la violencia simbólica (o incluso real) que sufren consciente o inconscientemente las muchachas colocadas como en anaquel de colecciones, más allá de que llegue a ocurrir que las clasificadas dentro de estos parámetros de exigencia corporal muchas veces no cumplan con la preparación profesional necesaria para la atención al público (aunque haya muchas que sí la tengan), hay otra realidad oculta, con mayores consecuencias para un proceso social que defiende la equidad y la justicia.
Porque en la Cuba socialista de igualdad de posibilidades para todas y todos, debe existir en cada espacio la premisa de contratar a quien sea más hábil en la materia en cuestión, sin importar sexo, talla, color de la piel, edad, estado civil, que sean madres o padres o hasta el nivel de complicación de su realidad en el hogar. Siempre que haya aptitud y preparación, no debería mediar otro aspecto a la hora de decidir a quién escoger para ocupar una plaza.
Hace unos meses el profesor Manuel Calviño recibía en su programa la carta de una televidente que contaba las evasivas que le habían dado en una cafetería del sector no estatal cuando se presentó motivada por un anuncio de que se requería personal. Dichas vueltas intentaban ocultar los prejuicios del encargado de contratar ante la presencia «nada convencional» de la interesada, quien, «para colmo de males», le confesó tener tres hijos.
Y hago énfasis en el sector no estatal porque se vuelve el más evidente en cuanto a sus intereses por adquirir personal atrayente, sobre todo debido a esa mentalidad que se viene asentando que asocia buen servicio únicamente con imagen, y defiende que a las cafeterías de este tipo deben ir a parar solo las «mejores adquisiciones».
Pero esencialmente pongo mis reflexiones sobre esta forma de gestión porque las políticas del país que velan porque no se discrimine a nadie (mucho menos por la exclusión a una plaza de trabajo), alcanzan a incidir con mayor efectividad sobre las empresas estatales, aun cuando hayamos advertido que detrás de mostradores de algunos de estos establecimientos (fundamentalmente los que operan en CUC) pueda ser común la presencia de personas «más convencionales».
Debemos detenernos a observar estas tendencias cada vez más alarmantes de llevar a los extremos los límites de la división sexual del trabajo, potenciando únicamente a uno de los dos sexos para determinada ocupación, y dentro de los del sexo escogido a aquellos que se insertan en los parámetros de belleza que se le antojan al contratador o contratadora.
Incluso la revisión necesaria llega más lejos. Va hacia nosotros y nosotras mismas cuando estamos del lado de acá del mostrador. El regaño interno debemos lanzárnoslo cada vez que llegamos a una instalación y por nuestra mente pasa el razonamiento: «¿Crees que ese es alguien adecuado para trabajar ahí? ¡Lo que hace falta es una muchachita joven y bonita!».