La breve, pero intensa Historia de Cuba, está repleta de epopeyas, acciones heroicas, entrega incondicional a la causa de la independencia y de la Revolución. Sería imposible enumerarlas, pero no tengo duda alguna de que si Homero resucitara, en el caso de que realmente existiera aquel cronista de la antigüedad, La Ilíada y La Odisea se quedarían pequeñas al lado de la obra que inspiraría la trayectoria de lucha de nuestro pueblo. José Martí escribió sobre muchas de esas páginas hermosas en el periódico Patria, haciendo patente su idea de que «de las glorias pasadas se sacan fuerzas para conquistar glorias nuevas».
Caminando apurado, intranquilo siempre, saludando con cariño a sus amigos y hasta a los desconocidos, se le ve al Loquillo por las calles del Vedado, en el estudio y redacciones del Noticiero nacional, por los poblados y bateyes de Cuba o en las ciudades del mundo. Y siempre con su cámara de televisión, sujetándola junto a su rostro alegre o triste, moviéndola para atraparlo todo.
Cierto pragmatismo simplista descarta la utilidad instrumental de la enseñanza de la Literatura. La periodista Dagne Reloba ha llamado la atención con acierto sobre un problema que gravita negativamente en la formación integral de las nuevas generaciones.
El talento cubano, lo mismo el brillante pelotero que el médico insigne o el avezado científico, también está acechado por las asimetrías de este mundo voraz, que engulle desde los países ricos prominentes profesionales y fuerza de trabajo calificada de las naciones emergentes. Negocio redondo y sin costos para los poderosos, sangría dolorosa para los pobres.
Tal vez no me lo perdone nunca. O quizá no llegue a entender cómo ocurrió. Pero olvidé una de las fechas más inolvidables. No era precisamente mi cumpleaños (lo aclaro antes de que se cuestionen el título), mas era la fiesta del nacimiento espiritual y artístico de mucha de la juventud de esta generación, incluso de quienes ya pasaron la frontera de la cuarta edad y aún están dispuestos a sentirse cumpleañeros en este día.
La sala uno del Palacio de Convenciones estaba repleta, platea y balcones desbordados. El protocolo del Parlamento cedió paso a casi una multitud de invitados de las organizaciones sociales del país y por un momento pareció que no habría espacio ni para el silencio.
Muchas horas después, uno quedaba exangüe sobre la yerba rasa. Al frente, el Caribe se comía las rocas entre las pinceladas malvas del atardecer. Los pies palpitantes de sudor entre las botas reacias a liberarlos; las medias, enchumbadas entre la linfa anaranjada y viscosa de las ampollas y la sequedad cauterizante del fango.
Alguien escribió hace tiempo que «el verdadero significado de la vida radica en los detalles», razonamiento que invita a cuidar las aparentes pequeñeces.
El asunto no es nuevo y el General de Ejército Raúl Castro lo ha traído a colación en no pocas oportunidades. «La falsa unanimidad resulta perniciosa y se requiere estimular el debate y la sana discrepancia, de donde salen, generalmente, las mejores soluciones», dijo el 29 de julio 2009, en el curso del VII Pleno del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.
Existe una convicción generalizada en cuanto a la necesidad de introducir cambios de mentalidad. La desidia, la lentitud en la capacidad de dar respuestas adecuadas a los asuntos que nos competen, junto a otros factores asociados, lastran las posibilidades de impulsar el crecimiento económico y de transformar actitudes que contribuyen a convertir nuestra existencia en un yogurt. Somos víctimas de manifestaciones de agresividad y de prepotencia que, junto a la empecinada sujeción a numerosas rutinas obstaculizan la solución de problemas mínimos, acumulados en el transcurso del día.