Muchas horas después, uno quedaba exangüe sobre la yerba rasa. Al frente, el Caribe se comía las rocas entre las pinceladas malvas del atardecer. Los pies palpitantes de sudor entre las botas reacias a liberarlos; las medias, enchumbadas entre la linfa anaranjada y viscosa de las ampollas y la sequedad cauterizante del fango.
Uno solo podía tenderse de espaldas sobre el suelo, rendir cada músculo del cuerpo, fantasear con las mismas nubes escasas que en breve había acariciado con los dedos, entregarse al éxtasis ebrio de la fatiga total.
Por un tiempo, el cuerpo y el monte ya se habían hermanado en una entidad inseparable. El rocío mañanero perturbaba los palos que habríamos de buscar secos y rectos, como un tercer pie, si queríamos llegar a la cima. La ansiedad de semanas, de cientos de kilómetros austeros de ferrocarril, de la carretera que coquetea cuatro horas seguidas con el mar, en breves minutos se convirtió en el suplicio físico del corazón queriendo escaparse del pecho, de los pulmones queriendo elevarse y traerle todo el aire de las montañas a las piernas henchidas.
Luego vendrían, sobre las piedras mohosas, los reposos fugaces de la escalera sin fin; las manos apoyadas entre la maleza ignota; los sorbos de agua —que era como decir de vida— que al desparramarse, adornaban con finos collares cristalinos el cuello de los caminantes. Y luego, tras la claudicación del ímpetu primero, el silencio absoluto, alternado a veces por el jadear perpetuo de los peregrinos.
Antes del arribo final, ya habíamos visto cómo la madrugada se convirtió en amanecer y el amanecer en mediodía; ya habíamos gastado todas las reservas de agua y menguaba la comida; ya habíamos pasado, como en un suspiro, frente al abismo hipnotizante de la inmensidad. Por precaución, el paso debía ser fluido: tres-cuatro-cinco-seis zancadas y llegar a la tierra firme del otro lado, guarecidos por los arbustos tutelares de la ladera. Pero cómo no detenerse y admirar el universo que se abría bajo los pies…
Allá, como alfileres, las cadenas de palmas y de ceibas; más a la izquierda, un río que parecía un ciempiés zigzagueaba entre el verdor tenue de la base de la montaña; más allá, como una hilera de granos de maíz que colocara un gigante con las manos, los arrecifes de la costa iluminados por el sol; y luego, como el último de los cautivos posibles, el mar tranquilo como un plato de agua: el horizonte se desdibujaba entre la bruma azulosa y blanquecina del infinito.
La grandeza empequeñece al hombre vanidoso y fortalece al hombre natural, porque el vanidoso se alimenta de lo que ve, y el natural, de lo que siente. En la Sierra, lo que se ve es el cuerpo humano en su insignificancia total, en su poderío minúsculo entre las fuerzas salvajes de la naturaleza: ahí, toda la sapiencia de la humanidad, todo la gloria de siglos, queda reducida solamente a un camino enfangado, abierto por los pies cansados y erráticos de los caminantes; sin embargo, lo que se siente es el éxtasis, no de «ser» lo grande, sino de «estar» inmerso en la grandeza, que es la paz de mansedumbre obtenida tras el dominio exclusivo sobre el espíritu propio.
Ya habíamos razonado estas cavilaciones, ya habíamos gozado de la libertad del espíritu y padecido los martirios del cuerpo, ya nos habíamos empapado de agua cuando caminamos entre las nubes; ya habíamos visto lo gigantesco convertido en minúsculo a la lejanía, y lo invisible vuelto aplastante en las alturas, cuando por fin llegamos, con una religiosidad como de monjes, ante la estatua de bronce del Maestro.
Allí, el aire se vuelve más liviano, y uno se tira a sus pies, entre pequeños charcos de barro, sobre la base de piedra del monumento. Encima de nuestras cabezas, las nubes no se mueven, ni tienen forma alguna con las que fantasear, porque la neblina somos nosotros mismos.
«Escasos como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas como de nación o de humanidad», parece balbucear el busto desde su silencio eterno. Y uno asiente también en silencio, y piensa en el orador huracanado que pronunció la frase.
Pero tras la euforia instantánea de la llegada, después de tanto camino recorrido, después que el sudor se volvió rocío por magia de la temperatura, uno siente, con el ímpetu de una ráfaga en el pecho, como una desolación de desamparo: y es el verle, por primera vez en la vida, el rostro desnudo a la inmensidad. Eso provoca pavor: el éxtasis de las cumbres fortalece, si se permanece el tiempo preciso en ellas; pero turba si uno se aferra a la majestuosidad.
Uno está arriba, y allá abajo, a lo lejos, donde no alcanzan a divisar ni las miradas más sagaces, corren los ríos en su torrente invencible, las carreteras se entrelazan como serpientes en celo; a una mano, reposa Bayamo en su perpetuo alumbramiento nacional; en la otra, hierve Santiago en su millón de almas bohemias; a mil kilómetros, La Habana no se da por enterada de los ritos sagrados de la altura; y uno está ahí, sobre todo eso, retando la frontera entre lo humano y lo divino, porque nada más hay sobre nuestras cabezas, como no sea nuestro propio pelo; nada más, excepto la mirada serena del Apóstol, que por mucho que te empines sobre tus dos mundanos pies, nunca podrás nivelar en estatura, como afirmando que en Cuba, más elevado que Martí, literal y simbólicamente, nunca hay nadie.