Si es cierto que en determinadas circunstancias esperar es vencer, entonces la mujer cubana es la mejor de las triunfadoras. Un creador de probado talento y conocimiento exquisito de la naturaleza femenina como el cineasta español Pedro Almodóvar, la ha delineado posando al borde de una ventana, frente al mar, desgranando el tiempo como si no pasara nada. Y yo entiendo lo que quiso decir: la mujer cubana es la reina de la paciencia, la Penélope de estos tiempos convulsos.
Sabe esperar para, a fin de cuentas, dominar todo equilibrio. No se desquicia frente a lo que es siempre «lo mismo» (tal vez la vida sea en mucho eso). Y lidia íntegra contra el aburrimiento, contra las rutinas inevitables del diario, ese que arma la vida, porque ella tiene esperanzas; y por eso también lucha.
Aquí es piedra clave de toda armazón humana. Basta observar un poco para darse cuenta: pasa una sosteniendo esa caja enorme; detrás avanza otra con los hijos recién salidos de la escuela y un alboroto de locura; en cualquier lugar trabaja alguna ofreciendo todo tipo de utilidades.
Es ella, casi siempre, la que se para frente al fogón. Tarea que sigue siendo entre nosotros difícil, demandante de toda imaginación posible. Pero esa fue tarea casi imposible en los inicios de la década de los 90 del siglo XX, cuando más duro golpeaba el llamado período especial. Misión que Ella cumplió y cumple humilde, heroicamente.
Son las cubanas las que suelen llevar las riendas de los hijos, y las que, si se quedan solteras, permanecen amorosamente ancladas a la prole mientras —y nadie se me ponga bravo— los del sexo «fuerte» rescatan con frecuencia un estilo de adolescente en libertad que ellas nunca más recuperan.
Son ellas las intuitivas, las más tiernas, y también las más firmes. Cuando una mujer que sabe lo que es gestar la vida y darla, que por naturaleza gusta de cuidar lo naciente, pueda o no dar a luz, dice: «de ahí para allá no se pasa» o «hasta aquí…», no hay quien pase, no hay quien siga. Así es la mujer, y en nuestra Isla, donde todo está preñado de complejidades, esa cualidad de «plantar» se multiplica.
La cubana, a quien la Revolución dio toda libertad para seguir siendo dueña del hogar pero también protagonista social, se esfuerza, según criterios de especialistas, unas 18 horas diarias. La emancipación es su privilegio, y también su desafío. Pero Ella no llora: si la dejan, canta; si la sueltan flota sumergida en el hechizo de su propia frondosidad creativa. Si la compelen saca luces de lo áspero y lo gris, porque ella viene de la manigua, de la noche más dura; porque no teme y difícilmente traicione sus sueños; porque desde sus espacios breves obra la pieza que sumada a otras harán la gran obra, la transformación mayor.
Todavía hay quien comete la osadía de quedarse en la hojarasca de la silueta femenina, de encorsetarla a Ella en una fragilidad e inconsistencia que pertenece a toda la especie humana. Todavía hay miradas que intentan reducirla al tamaño de un ser inseguro y poco racional. También la cubana ha sufrido y sufre esa trampa de la historia, ese prejuicio ancestral, pero se revela naturalmente, prueba su fortaleza en una constancia que sostiene con cordura dentro de las paredes de la casa sin tener que pedir por señas el aire de las cuatro esquinas.
No por gusto los grandes hombres han dedicado a las mujeres odas eternas, no por gusto Maceo dijo a su esposa que toda la gloria sería para ella, no por gusto ellas están al centro de gigantes obras literarias, inolvidables filmes, profundas revoluciones de países y del alma.
Por todo lo dicho entiendo que desde hace días, entre nosotras, nos hayamos regalado felicitaciones mutuas al tiempo de recibir un montón de cariños de los hombres que nos han salido al paso. Ser mujer, en esta Isla querida, es un acto de coraje sin límites. Y la historia bien que lo sabe…