Drácula aparecía en cualquiera de las lunas (la llena, el cuarto menguante) o en la más oscura de las nocturnidades para saciar su hambre, preferiblemente en las venas de alguna bella mujer. Glacial, con expresión de deslumbrado ante el placer de su propia maldad, la criatura se acercaba a la presa lentamente, como para conjurar el temor de que se le fuera a escapar, y en el cine crecían los temblores.
Como todo ser que nace del arte, este personaje ha tenido sus derivados. En Cuba, por ejemplo, a Drácula le ha nacido una prole numerosa. Y como todo hijo que se parece y al mismo tiempo se distancia del padre, estos vástagos succionan, sí, pero no la sangre, sino los bolsillos de las personas. Actúan a cualquier hora y algunos ya ni se esconden. Calculan bien su presa para acaparar y ganar, nunca para matar. Son persistentes, como su progenitor; sin embargo, los buenos modales no son su fuerte, aunque —igual que el progenitor— son buenos para seducir cuando se lo proponen.
Las dificultades del período especial —con su estela de escaseces unido a las distorsiones de la economía y los servicios— han traído consigo el surgimiento de un sector de acaparadores, que se mueven entre la violación y el agiotismo más flagrante. Ese es su empleo: desviar al por mayor para luego revender a cuentagotas, alterar los precios y timar al consumidor sobre la base de las urgencias más apremiantes de la ciudadanía.
En estos días somos testigos de cómo se incrementa el valor en la bolsa negra de la papa, tras el inicio de la cosecha, pese a ser un producto cuya venta ha sido regulada por las autoridades locales en los territorios donde se comercializa y al que el Estado protege su precio.
En esa realidad, cambian los productos, los lugares y los rostros; pero nunca las intenciones. No obstante, más allá de los incontables ejemplos, habría que preguntarse hasta qué punto las grietas en la economía y la organización de los servicios del país permiten la proliferación de estos vampiros.
Un caso lo vemos en la capacidad que tienen los «trabajadores» del mercado negro para crear redes de distribución y comercio con bastante rapidez. Un ejemplo típico es ese circuito de productos que se ofertan con relativa seguridad en las ciudades y que, en cambio, no es frecuente verlos en las zonas rurales. ¿Quiénes son los que venden la galleta de sal, el pelly, el caramelito o la galletica dulce? No el Estado, precisamente...
Quizá por ello uno de los puntos más problemáticos de la comercialización, y que constituye un germen especial para el acaparamiento, se encuentra en no contar aún, por carencias objetivas, aunque también por no pocas subjetivas, con una red efectiva de distribución. El otro punto, en nuestra opinión bastante problemático, consiste en concebir ciertos mercados como de libre oferta y demanda, cuando en la vida práctica no funcionan como tales. Pues ni existe variedad, ni cantidad y concurrencia de ofertantes, ni en verdad el que paga —el ciudadano— es quien lleva la palabra de mando; todo lo contrario.
De lo que más bien debiera hablarse —a partir de las riñas y las coleras y coleros «ordenando» la cola y el mostrador— es de comercios desregulados, donde se privilegian no la calidad del servicio y sí los ingresos, que muchas veces sirven de tapadera a la ineficiencia y al espejismo del supuesto buen desenvolvimiento de los planes mercantiles. En palabras más concretas: vendieron mucho, pero se distribuyó muy mal.
En esa contribución a la economía verdadera —la que aporta a la sociedad y permite la redistribución de las ganancias— habría que preguntarse cuánto perjudica esa otra productividad «vampiresca», sobre todo al frenar el dinamismo económico, solo por evasión de ingresos y por la proliferación de personas que, por distintas razones, ven en lo especulativo una manera de hacer dinero.
Por eso cuando se les ve en plena acción no es que lo hagan por puro azar; sino porque al menos siempre se les dejó una ventana abierta —como en las películas— para que el vampiro pudiera entrar. Porque Drácula, al igual que sus nuevos hijos, siempre ha tenido sus cómplices. A cualquier hora de la noche o en el más luminoso de los días.