Este mundo nuestro, con su complejidad abrumadora, no está dibujado en blanco y negro sino preñado de matices hasta el infinito, entre otras razones, porque lleva dentro de sí a una criatura complejísima llamada ser humano. Recuerdo esa consabida verdad antes de proponer dos monólogos interiores que, como dos caras de una moneda, pueden ser pretexto para una reflexión imprescindible en la Cuba de hoy.
Esta es la primera propuesta: «Ahí vienen. Se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena. ¿Qué querrán hoy? Total… ni dan ni dicen dónde hay… Qué bárbaros. No. Ahora no tengo tiempo. Ni estoy de ánimos; es más: les aplicaré todas las normas habidas y por haber. No pueden venir así como así. Hoy no puedo desviarme de mis asuntos. Lo siento. Ellos no son familia mía…».
Y aquí está la segunda propuesta: «Ahí están, los pobres… qué caras tan desanimadas traen… ¿Qué problema los trajo hasta mí? Ahora no tengo tiempo. Pero no los puedo dejar colgados de la nada. ¿Y si el asunto es grave? Han venido buscando amparo y consuelo donde yo estoy. No puedo dar la espalda. Ya estoy dentro de la historia de ellos. Les tengo que tender una mano. Mañana alguien me la tiende a mí. Mañana el más insospechado me salva la vida…».
He querido tocar un tema viejo que nos golpea como triste moda de estos tiempos, como castigo recurrente, como virus que muta y adquiere nuevas manifestaciones violentas y sutiles. Hablo del maltrato. Historias reales para ilustrar el asunto tengo muchas —como cualquiera de los lectores—; y hablo de episodios inverosímiles, estremecedores, vergonzosos.
Preferí, sin embargo, proponer dos caminos entre los cuales hay un montón de actitudes posibles. Lo imprescindible, más que repasar historias tristes, es la reflexión de cada uno de nosotros, «piezas» de una cadena humana de la cual, para escapar y no depender de nadie ni tener que darnos a alguien, tendríamos que ser como náufragos sin esperanzas de ser rescatados.
Lo urgente es preguntarnos de qué manera y cuándo cada uno de nosotros romperá el ciclo del maltrato, esa actitud que algunos justifican con un golpe sufrido anteriormente, con una bofetada que alguien nos asestó antes y que estamos en el deber de devolver, de transferir como energía nefasta.
Algunos, hablando de escenarios, de circunstancias condicionantes, podrán esgrimir que la realidad, como espejo, hace que el maltrato de cada día prolifere como mala hierba. Habrá quien hable de cómo hemos olvidado la capacidad de servir al otro, o de la mentalidad burocrática que hace olvidar el destino de todo empeño en este país: las personas.
Incluso serán tema las entidades cuyos espacios concebidos para la atención de los ciudadanos parecen estar diseñados para el no trato (lugares huérfanos de asientos, por ejemplo). Y otros comentarán sobre el apuro de esta vida nuestra; sobre cómo las urgencias obligan muchas veces a posponer lo importante, o sobre cómo los problemas agobian y la gente no va más allá de sí mismas.
En nada de eso veo una razón que legitime el maltrato, y mucho menos —al menos así lo siento— que lo haga permisible. Conversando sobre el asunto algunos interlocutores me preguntaban si aún yo era capaz de sorprenderme cuando era maltratada. Y en un acto de sinceridad dije que, cuando ese triste episodio acontece —haya sido víctima o victimaria— más que sorprenderme me espanto.
¿De qué depende mirar a los ojos, intentar ponerse en la piel del otro, contar hasta diez y volver a empezar porque en cierto día las cosas no salieron bien y aun así alguien vino a nosotros suplicante? ¿De qué variable matemática dependerá esbozar una sonrisa aunque sea pálida, o escuchar de las orejas hacia adentro, no hacia afuera, o poner el corazón como única brújula posible?
Este es un asunto subjetivo por excelencia, que no está fatalistamente anclado a las zozobras de lo material imponderable. Aquí lo que llamamos el factor humano puede dar batalla, saltar con garrocha por encima de un montón de miserias, y salir airoso. Hay mucho valor en poder consolar, en aliviar, en dejar un buen recuerdo, en ser alguien que no se preste a transmitir las corrientes de los malos gestos (gestos que, en momentos y ámbitos de especial sensibilidad, pueden llevar al descalabro de nuestros semejantes).
Una mujer sabia me afirmó que pequeños cambios hacen el gran cambio. Y estoy de acuerdo. Por eso me aventuro a este gesto leve, pequeño, que busca la meditación; y me atrevo a hacer una propuesta maniquea, casi infantil, pero que unos cuantos sabrán encierra mucho más que la dicotomía de lo bueno y de lo malo: ¿Cuál es su monólogo interior? ¿El que se cierra; o el que se abre a las angustias del otro?