Lecturas
EL sábado pasado, en el que el fin del verano se convirtió en una gran fiesta del libro, coincidí, en esa calle de encuentros que es Obispo, con la escritora y editora británica Claire Boobbyer. La persona que la acompañaba me identificó y tras las presentaciones de rigor, me contó sobre el tema que la trajo a la Isla: la presencia en La Habana de su compatriota, el gran novelista Graham Greene. Como parte de su investigación, Claire recorría los lugares que el autor de El cónsul honorario conoció durante sus estancias habaneras y en su afán de seguirle los pasos no solo bebió su trago en el Sloppy Joe’s y en el Floridita, bares que gozaron de la preferencia de Greene, sino que quiso hospedarse en la habitación 511 del hotel Sevilla, la misma donde el autor hiciera alojar al protagonista de Nuestro hombre en La Habana, lo que Claire no consiguió por no encontrarse disponible.
—Un aniejo, por favor.
El barman escuchó el pedido y sonrió. Ya sabía que aquel hombre alto, de escasos cabellos plateados y ojos azul pálido, quería su ron añejo de siempre, esa bebida que, decía, sabía a «madera de barco, a viaje por mar». Vestía camisa de lino azul y pantalón gris, y pese a su buena pinta, lucía algo desgarbado, como si se hubiera puesto la ropa sin quitarle el perchero. Era un cliente familiar, un huésped que regresaba siempre, un turista reincidente, si tal calificativo es dable para un viajero excepcional.
El autor de El poder y la gloria vino muchas veces —ocho o diez— a Cuba, y salvo en sus últimas visitas, en las que fue invitado por el Presidente Fidel Castro, con quien departía durante horas, se alojó por lo general en el hotel Nacional.
En 1959 estuvo aquí con el actor Alec Guinnes y un equipo de realización para filmar algunas escenas de Nuestro hombre en La Habana. En visitas anteriores lo habían fascinado el daiquirí del Floridita, el delicado sabor del cangrejo moro y la atmósfera nebulosa del Barrio Chino habanero, lo que de alguna manera metió en su novela, en la que se burla de los servicios de inteligencia
Volvió en el 63, en tránsito hacia Haití, y en 1966 para escribir una serie de artículos sobre Cuba. Entonces, en compañía del novelista Lisandro Otero, el poeta Pablo Armando Fernández y el fotógrafo Ernesto Fernández, recorrió la Isla e insistió en ver de cerca, desde la frontera, la base naval norteamericana en Guantánamo. El batallón cubano que cuida la zona le tributó un recibimiento que no esperaba —con banda de música incluida—. Al final, escribió en el libro de visitantes:
«Muchas gracias por vuestra hospitalidad para alguien que viene de otra isla. Ustedes están a algunos metros de su enemigo. Nosotros en 1940 nos hallábamos a 50 kilómetros del fascismo. Por eso simpatizamos».
En su autobiografía —Ways of Scape— Greene recordó su visita a Cuba en 1957 y su interés por subir a la Sierra Maestra y entrevistar a Fidel Castro. No pudo conseguirlo pese a que en su intento llegó hasta la ciudad de Santiago. Pero sí logró con sus artículos de prensa que Inglaterra suspendiera la venta de aviones Sea Fury al Gobierno batistiano.
Lisandro Otero en Llover sobre mojado, su libro de memorias, recuerda también ese deseo de Greene. El novelista británico le comunicó al entonces joven periodista cubano su intención de conocer a Fidel, y Lisandro se lo comunicó a su vez a Haydée Santamaría. La periodista Nydia Sanabria lo acompañó a Santiago, y ya allí, en el hotel Casagranda, donde se hospedaba, lo contactó un emisario del Movimiento 26 de Julio que debía allanarle el camino a la montaña. Greene, sin embargo, instigado por el corresponsal del Times, tomó al emisario, que era genuino, por un delator que lo conduciría a una encerrona. Conoció a Armando Hart, que vivía entonces en una clandestinidad rigurosa, y presenció, dice Lisandro, «el toque de queda, los arrestos arbitrarios, las briosas manifestaciones de mujeres, cadáveres mutilados…».
Muchos años después, Greene confesaría en una entrevista: «Durante el período de la Revolución me sentí muy cercano a la lucha fidelista».
Una noche, durante su visita de 1966, el narrador Lisandro Otero lo llevó a la Ciudad Deportiva para que presenciase un interesante partido de baloncesto, y menuda fue la sorpresa de Greene cuando advirtió que Fidel Castro jugaba en medio de la pista. Se habían conocido personalmente en 1959 durante la filmación de la película.
De entre los escritores cubanos distinguía de manera especial a Lisandro Otero, Pablo Armando Fernández y Virgilio Piñera, a quienes aludía siempre como «mis amigos». De Alejo Carpentier decía que lo leía con placer y que merecía el Premio Nobel. De René Portocarrero recordaba el efecto fulminante del movimiento cromático de su pintura y el delirio lineal de sus dibujos. En Finca Vigía, la residencia habanera de Hemingway, se horrorizó con los numerosos trofeos de caza que se mostraban en las paredes.
En La Habana de 1959 adquirió de un taxista un sobrecito de cocaína. Cuando lo probó advirtió que le habían vendido bicarbonato. Días después el expendedor lo localizaba para devolverle su dinero. A él también lo habían engañado. A juicio de Greene, ese hecho probaba como pocos la honradez del cubano.
Del autor de El revés de la trama (1989), Lisandro tenía una anécdota deliciosa. Una noche, en la terraza del hotel Colony, en la Isla de Pinos, Greene aseveró que un caballero nunca bebía antes del mediodía. A la mañana siguiente, muy temprano, Lisandro fue a buscarlo para el desayuno y lo encontró con un vaso de whisky en la mano. Le recordó sus palabras del día anterior.
—Es que yo, amigo mío, me guío por la hora de Londres —respondió el novelista británico.
Durante su visita de finales de 1982 —posiblemente la última— coincidió con Gabriel García Márquez, que sentía por él una admiración antigua e inagotable. Más que una visita fue una escala de 20 horas que transcurrió en el mayor secreto, al punto que la prensa supo de ella cuando ya había finalizado. Lo alojaron en una de las residencias que el Gobierno cubano destina a jefes de Estado y pusieron a su disposición un Mercedes Benz negro de los que solo se usaron durante la celebración de la 6ta. Cumbre de los Países No Alineados, en 1979. En la crónica del 10 de enero de 1983 que el colombiano dedica a la visita, apunta que en las 20 horas que Graham Greene pasó en la capital de la Isla apenas si comió una sola vez, pero picó un poco de todo «como un pajarito mojado». Se tomó en la mesa una botella de buen vino español y seis botellas de whisky se consumieron en la casa durante su tránsito fugaz. «Cuando se fue, nos dejó la rara impresión de que ni él mismo supo a qué vino, como solo podía ocurrirle a uno de esos personajes de sus novelas, atormentados por la incertidumbre de Dios». El creador de Macondo encuentra a un hombre rejuvenecido, sorprendentemente lúcido, y con un sentido del humor extraordinario. Habla sobre los cuatro procesos judiciales que debía enfrentar en Francia por sus denuncias sobre la mafia en Niza, y como sus amigos temen por su vida, precisa que prefiere morir de un tiro en la cabeza que de un cáncer de próstata.
Greene manda aviso a sus amigos de su presencia en La Habana. Llegan cada uno por su cuenta García Márquez y Lisandro Otero. El pintor Portocarrero no puede ser localizado a tiempo y llega cuando el novelista ya siguió viaje. El Presidente Fidel Castro llega a la una de la mañana. Hace 16 años que no se encuentran, comenta Greene. Ambos parecen un poco intimidados, advierte García Márquez, y para avivar el diálogo preguntó a Greene qué había de cierto en el episodio de la ruleta rusa. En efecto, años atrás, enamorado de la institutriz de su hermana, había jugado con un viejo revólver a la ruleta rusa en cuatro ocasiones diferentes. Entre las dos primeras hubo una semana de intervalo, pero las dos últimas fueron sucesivas y con pocos minutos de diferencia. Expresa el autor de Cien años de soledad que Fidel Castro, que no podía pasar por alto un dato como ese sin agotar hasta las últimas precisiones, preguntó entonces para cuántos proyectiles era el tambor del revólver, y al saber que era para seis, cerró los ojos y empezó a murmurar cifras de multiplicación.
—De acuerdo con el cálculo de probabilidades, usted tendría que estar muerto —dice y mira al escritor con una expresión de asombro.
—Menos mal que siempre fui pésimo en matemáticas —responde Greene y sonríe con esa placidez con que lo hacen todos los escritores cuando viven un episodio de sus propios libros.
Repara el mandatario en el rostro saludable y juvenil de su interlocutor y, pregunta inevitable, inquiere sobre su régimen de ejercicios. Apunta García Márquez: «Por eso se sorprendió tanto cuando Graham Greene le comentó que nunca había hecho un solo ejercicio en toda su vida y, sin embargo, se sentía muy lúcido y sin ningún trastorno de salud a los 79 años. Además, reveló que no tenía ningún régimen de alimentación especial, que dormía entre siete y ocho horas diarias, cosa que también era sorprendente en un anciano de costumbres sedentarias, y además se bebía, a veces, hasta una botella de whisky al día y un litro de vino en cada comida, sin haber padecido nunca la servidumbre del alcoholismo».
Dice García Márquez que Fidel Castro pareció poner en duda su régimen de salud, pero muy pronto comprendió que Greene era una excepción admirable, pero nada más que una excepción.