¿Habremos perdido la noción de la elegancia? ¿Estaremos migrando a una época en la que los cánones del buen vestir no son más que historia? Andar «pepillo», con «lo último» o «la moda», ¿será suficiente para pensar que se viste correctamente?
Hay que ver cómo se pone cuando, como quien no quiere las cosas, la llamo para decirle que pasaré por casa para darle un beso cálido, pero fugaz. Entonces, Juana, intuyendo que no le he dicho todo, me «come» a preguntas: «¿Y vienes solo?». «Bueno..., es que estamos en las Asambleas Provinciales de la AHS (Asociación Hermanos Saíz)... », le respondo entre dientes tratando de «protegerme». «A ver, José, ¿cuántos son?», insiste porque presiente que hay gato encerrado. «Es una guagua... pero pequeña...». «¿Cuántos, José? No me des más vueltas», y eso sale de su boca con una dulzura risueña que me acaricia, incluso, a través de la línea telefónica.
Aunque la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia, omitir parte de una historia puede influir en que quede incompleto el conocimiento que se quiere transmitir o perpetuar por su importancia, interés o pertinencia.
Una de las mentiras mejor estructuradas dentro de la mal llamada democracia representativa es la de afirmar que, en donde está implantada, el pueblo goza de plena y absoluta libertad. Es mentira que se ejerza, a plenitud y en toda la extensión de la palabra, la libertad de expresión, la libertad de movimiento, la libertad de prensa y, ni tan siquiera, la libertad económica.
En algunas de nuestras ciudades es usual encontrarse una cantidad inusitada de personas recorriendo sus centros urbanos durante el horario laboral. Visitantes extranjeros han mostrado su asombro ante el hecho, cuyas manifestaciones y posibles causas también han sido examinadas críticamente por muchos compatriotas.
Cuentan que un día cierto dirigente del Partido preguntó en una asamblea a un funcionario las causas de un incumplimiento. Puesto de pie, el señalado aseguró que le faltó trabajo y control y que merecía todos los regaños: «¡Por eso me autocritico delante de mis compañeros!». Fue entonces cuando el cuadro, quien escuchaba pacientemente, le respondió: «No has medido bien las consecuencias de tus actos; así que no te autocritiques: ¡autobótate!»
Luis Enrique, profesor de Lexicología y Semántica de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, suele hacer una anécdota ya tradicional en sus clases. Cuenta con sonrisa pícara de cómo cambia su registro lingüístico cuando conversa con sus amigos de infancia en una barriada de San Miguel del Padrón y deja de ser entonces el profe de Semántica para compartir con sus «yuntas» y «ecobios» de la infancia, sin «despertar sospechas» de toda naturaleza.
Figo es uno de los mejores amigos que he podido tener. Con su principal «dueño» en África y el otro en Sudamérica, este can y yo nos hemos estrechado las patas en un pacto de afectos que crece por día. Cuando me acerco al barrio en que vivimos, una cola en zigzag me anuncia que en este mundo se me quiere todavía.
El Gobierno del presidente George W. Bush invadió Afganistán e Iraq. Al primero —dijeron— para destruir a la organización terrorista Al Qaeda y a sus protectores, los fanáticos talibanes; al segundo, para derrocar a Saddam Hussein y destruir las armas de destrucción masiva que, según Bush, este acumulaba en su país.
Hace pocos días vi un documental en el que aparecía un joven paquistaní que disfruta desafiar la vida. Con solo 20 años, los videos de sus «hazañas» recorren el mundo y, entre asombros y gritos, quienes los vemos nos preguntamos hasta cuándo durará su insensatez.