«Mamá, bota piso», decía al sacar el último sorbeto del estuche un pequeño de aproximadamente tres añitos, a quien su madre lo llevaba en brazos mientras esperaban la guagua para llegar al círculo infantil.
En la billetera, en el bolso, en el bolsillo, en la mochila... Y usted que me lee sugerirá otros lugares en los que, hombres y mujeres, muchachas y muchachos, pueden guardar el condón. Claro, si comprenden que con él no se obstaculiza el placer y son conscientes de su efectividad para evitar un embarazo y la transmisión de infecciones de transmisión sexual (ITS).
Se han ganado muy mala fama. Aunque son herramientas imprescindibles en la organización de las labores, su esencia muchas veces se resquebraja aparejada al formalismo y la repetición. Entre nosotros, algunas reuniones, más allá de establecer pautas, se convierten en el trabajo en sí.
En medio del sol de la mañana, la mujer se veía alta y con pelo oscuro, que brillaba recogido en un moño. Cualquiera diría que ella era una invitación a convertir los segundos en horas, a no ser por ese detalle que el amigo señaló: «Mira aquello».
El hurón azul es la casita de madera que Carlos Enríquez construyó en lo que entonces eran las afueras de La Habana para vivir, trabajar y recibir a sus amistades. Con el andar del tiempo, se ha edificado una mitología en torno a los almuerzos dominicales en el hogar del pintor. Sin dudas, corría el alcohol entre los aficionados a la bebida, que no eran todos los concurrentes. Muchos acudían para disfrutar de las tertulias. El espacio abierto que rodeaba la casa favorecía el diálogo entre los grupos más afines.
Grandes como planetas se me pusieron los ojos aquella mañana de julio de 1997. Tenía solo seis años, pero no olvido que, junto a otros pioneros ubicados a lo largo de la Carretera Central y buscando tal vez su sonrisa bajo la boina, vi pasar en una cajita negra, con una bandera cubana encima, los restos del Che.
El hombre se sitúa justo donde la mirada resulta más indiscreta. Parece como si el lugar fuese perfecto con tal de alentar los placeres masculinos que hacen saltar las portañuelas. Ella fija en él una mirada de fuego, mientras piensa en el niño, en su llanto hambriento y en que ojalá se pudra el individuo que no deja de mirarle la parte del seno que queda al descubierto mientras ella, en un banco del hospital y a la espera de unos análisis de sangre, amamanta al bebé.
Empinar el codo mesuradamente y en buena compañía no será jamás un acto censurable. Cualquier plática salpicada con una buena dosis de esa «mezcla culta de factores incultos» —como alguien llamó al coctel cubano— puede resultar asaz provechosa, siempre que el tema elegido evada las tentaciones de la banalidad.
A diferencia de lo que muchos pueden pensar, todavía hay posibilidades de hacer mucho más en la integración industrial, esa que apuesta a una cooperación entre las fábricas del país para, en conjunto, lograr determinada producción.
La calle donde vivo es «asaltada» cada tarde. Alrededor de diez niños con balones de diferentes tamaños, gritos y palabras «lanzadas» en forma de pedradas a los oídos por sus significados, toman la arteria. Poco importa si, desde la guagua local o cualquier medio de transporte se desgalillan pidiendo que se retiren para que los carros sigan su paso, o si algún transeúnte es víctima de un pelotazo. A los «muchachones» la concentración en los juegos les impide ver y escuchar cuánto peligro les rodea.