La desaparición física de Fidel hace que el corazón y el cerebro pugnen por controlar el caos de sensaciones y de ideas que desata su tránsito hacia la inmortalidad. Recuerdos que se arremolinan y se superponen, entremezclando imágenes, palabras, gestos (¡qué gestualidad la de Fidel, por favor!), entonaciones, ironías, pero sobre todo ideas, muchas ideas. Fue un martiano a carta cabal. Creía firmemente aquello que decía el Apóstol: Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras. Sin duda que Fidel era un gran estratega militar, comprobado no solo en la Sierra Maestra, sino en su cuidadosa planificación de la gran batalla de Cuito Cuanavale, librada en Angola entre diciembre de 1987 y marzo de 1988, y que precipitó el derrumbe del régimen racista sudafricano y la frustración de los planes de Estados Unidos en África meridional. Pero además era un consumado político, un hombre con una fenomenal capacidad para leer la coyuntura, tanto interna como internacional, cosa que le permitió convertir a su querida Cuba —a nuestra Cuba en realidad— en una protagonista de primer orden en algunos de los grandes conflictos internacionales que agitaron la segunda mitad del siglo XX. Ningún otro país de la región logró algo siquiera parecido a lo que consiguiera Fidel. Cuba brindó un apoyo decisivo para la consolidación de la revolución en Argelia, derrotando al colonialismo francés en su último bastión; Cuba estuvo junto a Vietnam desde el primer momento, y su cooperación resultó ser de enorme valor para ese pueblo sometido al genocidio norteamericano; Cuba estuvo siempre junto a los palestinos y jamás dudó acerca de cuál era el lado correcto en el conflicto árabe-israelí; Cuba fue decisiva, según Nelson Mandela, para redefinir el mapa sociopolítico del sur del continente africano y acabar con el apartheid. Países como Brasil, México, Argentina, con economías, territorios y poblaciones más grandes, jamás lograron ejercer tal gravitación en los asuntos mundiales. Pero Cuba tenía a Fidel…
Martiano y también bolivariano: para Fidel la unidad de América Latina y, más aún, la de los pueblos y naciones del por entonces llamado Tercer Mundo, era esencial. Por eso crea la Tricontinental en enero de 1966, para apoyar y coordinar las luchas de liberación nacional en África, Asia y América Latina y el Caribe. Sabía, como pocos, que la unidad era imprescindible para contener y derrotar al imperialismo norteamericano. Que en su dispersión nuestros pueblos eran víctimas indefensas del despotismo de Estados Unidos, y que era urgente e imprescindible retomar las iniciativas propuestas por Simón Bolívar en el Congreso Anfictiónico de 1826, ya anticipadas en su célebre Carta de Jamaica de 1815. En línea con esas ideas Fidel fue el gran estratega del proceso de creciente integración supranacional que comienza a germinar en Nuestra América desde finales del siglo pasado, cuando encontró en la figura de Hugo Chávez Frías el mariscal de campo que necesitaba para materializar sus ideas. La colaboración entre estos dos gigantes de Nuestra América abrió las puertas a un inédito proceso de cambios y transformaciones que dio por tierra con el más importante proyecto económico y geopolítico que el imperio había elaborado para el hemisferio: el ALCA.
Estratega militar, político, pero también intelectual. Raro caso de un jefe de Estado siempre dispuesto a escuchar y a debatir, y que jamás incurrió en la soberbia que tan a menudo obnubila el entendimiento de los líderes. Tuve la inmensa fortuna de asistir a un intenso, pero respetuoso intercambio de ideas entre Fidel y Noam Chomsky acerca de la crisis de los misiles de octubre de 1962 o de la Operación Mangosta, y en ningún momento el anfitrión prestó oídos sordos a lo que decía el visitante norteamericano. Una imagen imborrable es la de Fidel participando en numerosos eventos escenificados en Cuba —sean los encuentros sobre la Globalización organizados por la ANEC; los de la Oficina de Estudios Martianos o la Asamblea de Clacso en octubre de 2003— y sentado en la primera fila de la platea, munido de un cuadernito y su lapicero, escuchando durante horas a los conferencistas y tomando cuidadosa nota de sus intervenciones. A veces pedía la palabra y asombraba al auditorio con una síntesis magistral de lo dicho en las cuatro horas previas, o sacando conclusiones sorprendentes que nadie había imaginado. Por eso le decía a su pueblo «no crean, lean», fiel reflejo del respeto que sentía por la labor intelectual.
Al igual que Chávez, Fidel era un hombre cultísimo y un lector insaciable. Su pasión por la información exacta y minuciosa era inagotable. Recuerdo que en una de las reuniones preparatorias de la Asamblea de Clacso del 2003 nos dijo: «recuerden que Dios no existe, pero está en los detalles» y nada, por insignificante que pareciera, debía ser librado al azar. En la Cumbre de la Tierra de Río (1992) advirtió ante el escepticismo o la sonrisa socarrona de sus mediocres colegas (Menem, Fujimori, Bush padre, Felipe González, etcétera) que la humanidad era «una especie en peligro» y que lo que hoy llamamos cambio climático constituía una amenaza mortal. Como un águila que vuela alto y ve lejos advirtió 20 años antes que los demás la gravedad de un problema que hoy está en la boca de cualquiera.
Fidel ha muerto, pero su legado —como el del Che y el de Chávez— vivirá para siempre. Su exhortación a la unidad, a la solidaridad, al internacionalismo antimperialista; su reivindicación del socialismo, de Martí, su creativa apropiación del marxismo y de la tradición leninista; su advertencia de que la osadía de los pueblos que quieren crear un mundo nuevo inevitablemente será castigada por la derecha con un atroz escarmiento y que para evitar tan fatídico desenlace es imprescindible concretar sin demora las tareas fundamentales de la revolución, todo esto, en suma, constituye un acervo esencial para el futuro de las luchas emancipatorias de nuestros pueblos.