Mi abuela nunca lo soñó, no podía. En aquella época no soñaba dormida o despierta, el cansancio no le dejaba tiempo o fuerzas para eso. Casi todas las tardes eran tristes de tanto silencio en aquel campo después que la madre muriera en la cama, ¿de qué?, nunca se supo; solo eran verdad los 13 niños solos y el padre demasiado molesto con la vida, con Dios, con todo.
Abuela descubrió lo que era la humillación tiempo después. Tendría por entonces unos diez años y la hermana mayor los visitó con su marido. ¡Se iba a llevar a uno de ellos para La Habana! El corazón le palpitaba en el pecho cuando el cuñado gallego, demasiado viejo para su hermanita, los paró en fila. Después de mirarlos uno a uno, se le situó delante y con el índice le separó los labios para verle la dentadura.
Muy tarde descubriría que la tal Habana no era más que un paradero del tren de Hershey, donde le ponían un banquito para alcanzar al fogón y poder cocinar a los más de 20 hombres que laboraban en la centralita eléctrica.
A los 13 otra de sus hermanas la acogió, ahora sí era La Habana de verdad. Empezó a aprender algunas letras cuando la cocina en casa de sus patrones le dejaba tiempo. Era un buen empleo, la trataban con bondad aunque jamás le regalaran caramelos o muñecas en Navidad.
Llevó esas heridas en el alma, creo que por siempre. Tal vez tanta inocencia asesinada fue la causante de que, esa otra vez, se apartara y dejara marchar al muchacho de la camisa a cuadros. Él venía corriendo y casi la choca, por unos segundos vio el terror en sus ojos. El policía llegó enseguida. «¿Por dónde cogió el revoltoso ese?», le gritó. Y mi abuela, muda del espanto, señaló en la dirección contraria.
Abuela aprendió a leer con dificultad, la costura se le daba bien y con eso se ganaba la vida. A partir del 59 las cosas cambiaron, empezó a enseñar en los talleres de corte y costura, sacó el sexto grado, cumplió el deseo de ver a su niñita en una escuela y hasta logró vivir en un apartamento donde no tendría que irse por no pagar el alquiler. Empezó a soñar.
Mi abuela jamás pensó entrar a un hospital sin miedo a ser rechazada, tener un trabajo donde no la avergonzaran o que en su campito de Aguacate las mujeres no murieran «de nada» un día cualquiera. Nunca imaginó votar, por eso, aun cuando ya no podía caminar, exigía que los pioneros le trajeran su boleta bien temprano. ¿Quién iba a pensar que algún día contarían con una mujer, semianalfabeta y guajira? Tal vez por eso, solo de oír la voz de Fidel, se le aguaban sus ojos pequeños, más aun cuando la demencia senil la transportaba a su dolorosa infancia.
Pero lo que sí nunca soñó mi abuela fue que su nieta estudiaría en la universidad, sería periodista y publicaría en un periódico. La muerte no le permitió verlo. Si estuviera aquí, no entendería lo que es internet, Twitter o Facebook, o cómo pueden llevarse de un lado a otro las fotos en el «aparato ese tan pequeñito».
Creo que tampoco sabría nada de derechos humanos, convenciones o días internacionales sobre la materia, pero estoy segura de que, si se lo explicara, diría: «mi’ja, ¡no sé cómo hay gente que no entiende lo grande que es esta Revolución!, solo piensa en mi historia y después mírate».