La Plaza Roja es el centro de Rusia. De ella parten las calles principales de Moscú. En aquella tarde de febrero de 1989 el reloj del carillón del Kremlin tiene las manecillas cubiertas de nieve. El frío está que pela. Mi amigo César, antes de perderse de vista, me informa que la temperatura andaba en ese instante por debajo de los 18 grados bajo cero.
Ella no es perfecta, ya lo sabemos. En esos deslices atribuibles a los seres humanos reside toda su hermosura, su gracia infinita. Dicen los sabios que de los amores, si son verdaderos, hay que tomar siempre lo más iluminado, nunca lo más oscuro. Ya que debo restringirme a 59 líneas para hablar de ella, viajaré en las evocaciones de otros para rememorar un suceso imprescindible en todo lo que vino después y hasta hoy para el teatro de títeres en Cuba.
En honor a la verdad, si no me hubieran convocado a hablar de ella, no lo haría. No suele hablarse de emociones vividas al calor de épocas tremebundas, ni tampoco gastamos papeles recordando compromisos que nos estremecieron la juventud. La mística deja lugar al apaciguado transcurrir del tiempo, y van quedando en el camino promesas sedimentadas, ilusiones pospuestas, luminosidades de un tiempo que creíamos lejano, y para el cual fue consagrado el mayor cauce de nuestras energías.
Aunque el autor rehúya los coqueteos autobiográficos, el propósito de estas líneas le reclaman dar voz, en su experiencia personal, a la gratitud, propia de bien nacidos. Hasta después de llegada la Revolución al poder, cuando él tenía ocho años, fue hijo único, y su padre no era ni remotamente un latifundista, pero sí propietario de su tierra. Por eso pudo empezar los estudios con un poco de holgura: primero, en una escuela pública y, al mudarse el maestro para otro pueblo —lo que daría para un texto aparte—, en una academia privada cuyo dueño le premió el buen aprovechamiento escolar eximiéndolo de pagar las mensualidades, de escasa monta vistas en abstracto, pero apreciables para una familia humilde. Con la nacionalización de la enseñanza fue que los caminos se abrieron por igual para todos.
Pude conocerla una noche calurosa en Bayamo, mi ciudad natal, allá por septiembre de 1973. Tenía cinco años y no lograba entender por qué mientras mis amigos de la cuadra podían jugar y ver los muñequitos, yo debía estar entre personas mayores que en un grupo que llamaban el núcleo del Partido discutían, con caras serias, no sé qué temas incomprensibles a mi edad, y me miraban con compasión. ¡Mi mamá atendía 11 grupos como aquel...!
Renqueante y asmático, el tranvía trepaba trabajosamente la cuesta de la calle San Lázaro. Desde la distancia, yo contemplaba la escalinata universitaria presidida por el recio cuerpo mestizo del Alma Mater, madre nutricia, con sus brazos abiertos, siempre acogedora. Algún día, pensaba, iniciaré mis estudios en ese centro docente, ya legendario.
«Isla mía… Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta como Guarina. Eres deleitosa como la fruta de tus árboles, como la palabra de tu Apóstol». Así escribe Dulce María Loynaz su canto obstinado y hermoso al suelo que la vio nacer. La conocí ya nonagenaria, en su casona del Vedado… y nunca más he podido irme de allí.
«Esta casa donde naciste era de tablitas de madera, donde se veía de adentro para afuera y de afuera para dentro». Estas son las palabras que me repite una y otra vez mi abuela para que nunca olvide de donde vengo. Ella se niega a la desmemoria. Nací en la barriada de los Hoyos, en Santiago de Cuba, con una familia muy humilde, pero que siempre profesó gran amor a una joven muchacha, que prometía ser muy grande.
Mi país pudo ser otro, pero es lo que es; no lo acompaña la ostentación, pero lo rodea la poesía por todas partes. Fue ella quien guio a quienes, desde 1868 hasta hoy, le dieron prioridad a los sueños. Mi país practica la generosidad a cambio de nada, la alegría en pos de la esperanza, la justicia sin pedirle permiso a ninguna ley injusta o prepotente.
Chela tomó aquellas ramas casi secas, aún con pedazos de cintas brillantes, y las tiró con fuerza fuera de la casa. «Ahí se va todo lo malo», murmuró. Era el esqueleto de un pino alto que desde hacía semanas adornaba una esquina de la sala lleno de adornos y algodón en las raíces como recuerdo del pesebre donde naciera Jesús.