A Gabriel García Márquez me acerqué, tímida y discretamente, cuando apenas era yo un adolescente, un muchachón de poco más de una decena de años, animado casi a toda hora por el retozo, con la esporádica inquietud de atrapar alguna que otra lectura y desandarla, poco a poco, si aquel entramado de palabras acababa resultándome cómodo y atrayente.
Recuerdo, como si fuese hoy, la primera vez que oí su nombre. La historia se la debo a un vecino mío, siempre encopetado y altisonante por sus ínfulas de cultura, quien presumía de conocer a un tal Gabo el escritor, con apariencia de persona chévere y buena gente, como si aquel fuese una joven promesa de la literatura local, que podía hacer con nosotros cada tarde la cola del pan, y a quien, de paso, le gustaba verse llamado por los más populares motes del barrio, al estilo de Chicho el fogonero y Tito el mecánico.
Como si fuera poco, mi vecino, que jamás se ha permitido pecar por defecto, sino más bien por exceso, comenzó a pronunciar una retahíla de títulos para alardear de sus vastos conocimientos. Y cuando ya todos pensábamos que había terminado, que no le podía quedar mucho más por decir, intervino para nuestro asombro «aclarándonos» un dato curioso sobre la novela más importante de este autor: «Cien años con Soledad» según él, en la que «el Gabo contaba, década por década, lo que un hombre tiene que pasar para llegar a los 120, si quiere permanecer tanto tiempo al lado de una mujer».
Al escuchar aquello, hubo quienes rieron sin saber por qué, como yo, que por entonces no tenía ni referencias de la obra. Tampoco faltaron los que coincidieron en que el argumento de tan encumbrado texto gozaba de pretensiones reveladoras contra el machismo, por eso de «tener que pasar para llegar».
Por suerte, ya ha llovido bastante desde aquel día, y aunque he leído algo más sobre él, todavía me considero en deuda disfrutable con la pródiga creación de este colombiano universal, Premio Nobel de Literatura, cuyo cumpleaños este 6 de marzo me ha hecho pensar imaginariamente en su Aracataca natal de hace más de 80 años, terruño de humildades y de caricias de abuelos entregadas a un niño que creció como nieto único, por quedar en casa y ser el primogénito de una familia de 11 hermanos.
Pero tratándose de una vida que ya está para contarse y seguir contándose, he acogido con mucha alegría la agradable noticia de un proyecto editorial villaclareño que, liderado por el maestro Aldo Isidrón del Valle, premio nacional de Periodismo José Martí, intenta rescatar las historias de aquella visita que allá por la década de los 70, con un informal itinerario por varios lugares de la urbe, realizara el escritor a Santa Clara.
De seguro se hará notar en ese anecdotario el agraciado filón del caricaturista Pedro Méndez Suárez, director del suplemento humorístico Melaíto, y la desenfadada manera de contar de la profesora Mercedes Rodríguez García, con quienes el Gabo conversó durante su breve estancia en la redacción del semanario Vanguardia.
Y ahora que, a golpe y contragolpe de entusiasmo beisbolero, a Santa Clara le ha nacido el identitario seudónimo de ciudad naranja, parece ser este el mejor nombre para identificar, como mismo él creó a Macondo, a este sitio real por el que García Márquez pasó para dejar no pocos recuerdos, algo que quizá aún desconoce mi vecino, y que ocurrió cuando mis padres ni siquiera se habían conocido.