Un cubano emigrado que observa a su patria desde una mirada cordial —actitud más que posible, cierta—, me preguntó hace poco: ¿Por qué aceptar tantos riesgos? Riesgos —decía él— de perder los principios fundacionales de la Revolución, como la independencia y la igualdad sin las cuales la libertad es tan solo un espejismo mediático en periódicos y televisoras de apropiación privada y millonaria.
Cuentan que cuando murió Oliver Cromwell (1599-1658), aquel «Lord Protector de Inglaterra» que gobernó despóticamente a su país y ensangrentó a la vecina Irlanda, una airada muchedumbre fue a buscarlo al sepulcro y colgó su cadáver en la plaza. ¡Como si apretarle el cuello fuera a matarlo otra vez!
Mientras los «chamas» del barrio se reunían para formar un play de pelota en las entrecalles y terraplenes de La Habana de 1966, los adultos regresaban ávidos a sus casas para sellar el último día del calendario de mayo. El mundo entero añoraba ver la actuación de Cuba en los X Juegos Centroamericanos y del Caribe con sede en San Juan, Puerto Rico.
¿Cómo es posible que tanta energía quepa en cuerpos tan ajados y diminutos, pero jamás vencidos? Si la vida me concede la gracia de llegar a la edad de ellos quisiera imitarlos…
Hace muchos años publiqué un artículo en El Nuevo Herald de Miami en el que, refiriéndome a los exiliados derechistas de aquí, decía que estos habían empezado odiando al régimen revolucionario de La Habana y a sus dirigentes, para terminar odiando a Cuba y a su pueblo. Caigo en la pedantería de citarme a mí mismo al ver que nada ha cambiado a través de los años. El sector ultraderechista del autollamado exilio cubano, no es anticomunista; es, simplemente, anticubano. Bastan varios ejemplos para comprobar que lo que afirmo no es mentira, ni que al decirlo lo hago solamente para atacar a ese sector de los cubanos que viven principalmente en Estados Unidos y en España.
Como árbol añoso apoyado sobre su bastón anda mi padre por la casa y el barrio. Tropieza con los objetos, sus manos están temblorosas y necesita ayuda para orientarse en la oscuridad.
Hay esencias que para algunos no pasan de ser frases que cuelgan sobre las vallas de calles y carreteras del país. Cierta burocracia, cobijada en la indolencia, las convierten en burdas metáforas del secuestro a preceptos irrenunciables de la Revolución.
Hace tiempo le debo una reverencia a esa dama increíble llamada Ilse Bulit, que un aciago día cruzó la frontera hacia la oscuridad absoluta, y hoy solo palpa texturas y volúmenes, nostálgica de atardeceres violáceos.
Atrapar una ciudad en esa dimensión crecida y franqueable que es su gente, viene siempre a ser un camino ensanchado para el visitante, o para aquellos que arriban con el ánimo de conocerla mejor.
Alrededor de ese mobiliario, de apariencia común y corriente, y sin embargo tan visualizado en el devenir por la imaginación pictórica de grandes del pincel y el lienzo, incluido el genio Da vinci con La última cena, los mortales han preferido en todo los tiempos sostener sus encuentros más significativos.