Los sorprendí, indiscreto como soy, y quedé mudo. Eran la ternura misma saliendo a paseo cual si el mundo les perteneciera por completo y el tiempo no importara.
A veces se descorcha información que deja al más pinto de la paloma boquiabierto, hasta que este disipa la mueca con un larguísimo ¡le zumba!
La Plaza, nada menos que la Plaza de la Revolución, vivía una mañana espléndida. El sol se asomaba a ratos; en lo alto, la torre del conjunto escultórico parecía hincar un lecho de cielo gris, pero el tiempo estaba dominado por una temperatura agradable, en ese punto medio, tan esquivo a los cubanos, que a veces sí consigue nuestro «invierno»: fresca sin exagerar.
«Usted sabe que el caso es muy grave», comenzó diciéndole aquella doctora a la desesperada madre, y sin más rodeos sentenció: «La niña tiene los días contados. Esa enfermedad es así… como un castigo que le hubieran impuesto», y siguió con otros desatinos irrepetibles. Por suerte la nena no estaba delante, pero sí varios estudiantes dispuestos a «aprender» de esa galena, toda una gurú de la especialidad.
Han transcurrido 45 años y, sin embargo, la demanda no huelga: tiene impensada vigencia el «nunca más» exigido otra vez por los miles de chilenos que han tomado las calles estos días para rechazar acontecimientos que tuvieron lugar hace casi medio siglo.
Con la justificación de la famosa «oferta y demanda» se han empezado a extender por nuestros predios ciertas tendencias que nos cercenan sueños y nos ponen a meditar si es posible edificar una sociedad en la cual algunos hombres dejen de transformarse en lobos para otros hombres.
Allá por los años 30 del pasado siglo, Jorge Mañach entrevistó a Enrique José Varona. La voz del anciano era apenas un susurro. Portador de numerosas cicatrices, había algo hermoso en aquel viejo maestro. Conservaba la vivacidad de espíritu y una valentía sin desplantes. Así pudo desafiar la tiranía de Machado y abrir las puertas a los jóvenes que la combatían. Padeció las represalias. Casi al término de su existencia fue víctima del brutal allanamiento de su hogar.
Iba con el temor a llegar tarde. No estuve en su primera operación, hace cinco años. Debía acompañarla ahora, de lo contrario yo mismo no me lo perdonaría. La imaginaba llorosa ante la puerta del salón. Nuestra madre estaría a su lado —ella siempre está.
Cuando nos acercamos al aniversario 60 del triunfo de la Revolución Cubana nuestro pueblo asiste a un debate necesario. Comenzamos y ya se encamina un medular proceso de reforma constitucional, en su fase de consulta popular, desde el pasado 13 de agosto, con todo el simbolismo que encierra la fecha.
Un par de arbustos colocados de forma transversal impiden el tránsito en una céntrica calle de La Habana, mientras el cielo encapotado y la furia del viento delatan al instante el ambiente lúgubre que ofrece la capital cubana. Pareciera que caminamos por Manchester, con sus nubarrones incrustados en el cielo durante todo el año, y la gente forrada con bufandas y gorros para cobijarse de las gélidas temperaturas. En Manchester el sol no sale casi nunca. En La Habana el sol sale casi siempre. Por eso sorprende que estemos en Cuba, y no en aquel enorme rincón inglés.