Este no es el rostro de una mujer, sino de un pueblo entero que no cesa de sufrir. Autor: AP Publicado: 21/09/2017 | 06:34 pm
Irak está de luto. Casi 300 personas murieron de un tirón el domingo pasado en el mayor atentado terrorista que haya perpetrado el Estado Islámico (EI) y apenas ocuparon titulares en el mundo. No pesan igual que otras. En ese país, que no sabe lo que es un día normal desde que Estados Unidos iniciara su «cruzada» contra el terrorismo y el «eje del mal», la muerte violenta pareciera naturalizada.
Las de esas víctimas son historias tan truncas como las de los parisinos que en el último año murieron a manos de un odio semejante, pero de los iraquíes que estaban en el mercado de Al Karrada, un barrio en el centro de Bagdad, no se habló mucho; de las familias enteras que vieron su último cielo en la popular heladería Yabar Abu al Sharbat, epicentro del coche bomba, casi nadie sabe nada.
Algunos medios apuntaron que fue el atentado más sangriento de su tipo desde la invasión de Irak dirigida por Estados Unidos en 2003, pero a la luz de su escaso impacto pareciera que esa sangre es menos roja. Los iraquíes estaban en el mercado en un día de compras, tras el tradicional ayuno del Ramadán. Morir no estaba en sus planes, pero muchos tuvieron que hacerlo y duele saber que otros tantos lo hacen a la fuerza cada día en un país que no se levanta del polvo de la guerra.
Justo una semana después que el Ejército iraquí proclamara la liberación definitiva de Faluya de las manos de EI, tras 35 días de combates, gente inocente pagó el precio de la tensión. Hay muchas variables: el EI ha perdido territorio en Irak, desde el tercio inicial al 14 por ciento actual, según EFE. Y aunque los terroristas conservan su principal bastión: Mosul, segunda ciudad del país, las derrotas los ha llevado a internacionalizar más sus ataques.
Antes de Bagdad, las huestes del proyectado califato golpearon el aeropuerto internacional de Estambul —cobrándose la vida de 45 personas— y un restaurante de Daca, la capital de Bangladesh, cuya toma de rehenes concluyó con 20 muertos. A Malasia llegó su primer atentado.
Sufrida Mesopotamia
Irak, la bella Mesopotamia de la Antigüedad, es ahora un país envenenado de odio, y aquí veneno no es mera metáfora. Numerosos estudios demuestran que el aire, la tierra y el agua están contaminados por las armas químicas y el uranio empobrecido del invasor. El empleo de armamento prohibido por leyes internacionales, como el fósforo blanco, y un recubrimiento bélico tan letal como los proyectiles, se suman a esos enemigos invisibles que siguen matando cuando en apariencia se fueron los agresores.
Poco se habla de cómo se desmoronó la infraestructura iraquí con la guerra. El sistema sanitario fue totalmente desmantelado. Además del saqueo de hospitales, los bombardeos y asesinatos de médicos, algunos analistas destacan un plan concreto de Estados Unidos para acabar con los servicios públicos. La falta de medios y medicamentos para enfermedades comunes y accidentes han provocado miles de muertes evitables, sobre todo de niños. Millones de dólares asignados para reconstruir la infraestructura sanitaria desaparecieron y a agencias como la Organización Mundial de la Salud (OMS) se les obstaculizaba el acceso.
En el informe del Primer encuentro virtual internacional sobre Economía, paz y seguridad se afirmaba que, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), más de 200 escuelas iraquíes fueron destruidas durante la invasión y miles sufrieron asaltos. Tanto como la infraestructura se descompuso el orden, lo que condujo al peor desastre que puede sufrir la educación: la ausencia a las aulas.
La cuna de la civilización vio saqueados en poco tiempo invaluables tesoros que incluso los regímenes más violentos habían tenido el cuidado de conservar por miles de años. Las piezas no solo fueron destruidas: otras tomaron el camino del tráfico de arte mientras relevantes yacimientos arqueológicos eran desvalijados y múltiples bibliotecas vieron cómo sus libros fueron el combustible del fuego.
A ello hay que añadir que los bombardeos dañaron los sistemas hidráulicos de un país con un frágil ecosistema semidesértico. Los pozos petrolíferos —motivación importante de la guerra— emitieron en sus incendios un humo contaminante y las minas y bombas causaban alrededor de 20 bajas «colaterales» —¿recuerdan el término?— al mes.
La invasión fabricada a medida por los paladines de la libertad y los derechos humanos duplicó en par de meses el desempleo, llevándolo a un 60 por ciento, lo que hizo tristemente tentador el «oficio» de terrorista. ¿Debería agradecer algo Irak a Occidente?
Supuestamente, la pesadilla acabó en 2011, cuando Estados Unidos retiró sus tropas, aunque ya sabemos que el país está muy lejos de la paz. La hidra del horror se multiplica en capítulos frecuentes como la reciente matanza en Bagdad.
La «fórmula» de Estado Islámico
Mucho antes de que el miércoles fuera presentado en Londres el Informe Chilcot, que cuestiona las razones por las que el expremier británico Anthony Blair metió a su país en la guerra de Irak en contra del criterio de Francia, Alemania, Rusia, China, la opinión pública y hasta del papa Juan Pablo II, todos sabíamos que la semilla del terrorismo fue sembrada a la brava en tierra iraquí por los «libertadores» occidentales, que araron la tierra a cañonazos y regaron el país con sangre, al llevar en 2003 una guerra que no cesa.
Lajdar Brahimi, ex enviado especial de la ONU y la Liga Árabe para Siria, afirmó a los medios rusos Sputnik y RT que la aparición de Estado Islámico fue consecuencia directa de esa guerra. El ex secretario general de la ONU (1997-2006) Kofi Annan consideró que no se puede «separar la actual situación de Irak de la invasión que, además, desmanteló el ejército. Las estructuras e instituciones del Estado se esfumaron en una noche, lo que nos llevó adonde estamos ahora».
La zozobra del antiguo analista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos, Edward Snowden, escondido en Rusia de su propio país, es solo comparable con el calibre de sus revelaciones, que descubrieron que el EI fue creado coordinadamente por los aparatos de Inteligencia de Estados Unidos, Reino Unido e Israel en una prisión norteamericana en Irak: Camp Bucca.
En Camp Bucca, que llegó a tener 27 000 prisioneros, estuvieron nueve miembros de la cúpula de EI, comenzando por el autoproclamado califa y «líder de todos los musulmanes», Abu Bakr al-Baghdadi. ¿Casualidad?
«Su tiempo en prisión hizo más profundo su extremismo y les dio la oportunidad de aumentar el número de seguidores», escribió el antiguo militar Andrew Thompson en The New York Times, en noviembre de 2014. Y David Petraeus, el general que lideró la operación de EE.UU. en Irak, admitió que «estábamos liberando a individuos que eran más radicales que cuando llegaron».
Hay más: James Skylar Gerrond, el comandante encargado del penal entre 2006 y 2007, se confesó alguna vez preocupado de que «en lugar de solo alojar a detenidos, hubiéramos creado una olla a presión del extremismo». Pero muchos se preguntan si los carceleros estaban realmente al margen de la «superación» criminal de los reos.
Intenciones del caos constructivo
Cualquiera diría que Estados Unidos recapacitó luego de que en 2011 retirara sus tropas, pero no… para asegurar su vigente campaña de bombardeos a EI la Casa Blanca autorizó a mediados de 2014 el envío de más de 300 soldados, y en noviembre de ese año Barack Obama anunció que enviaría otros para asesoramiento y entrenamiento.
Aunque a raíz del informe británico, él insiste en que el mundo está mejor sin Saddam Hussein, según PressTV el muy culpable expresidente George W. Bush lamentó hace unos meses que «un grupo violento se haya levantado de nuevo».
Fue este Bush quien ordenó la invasión, bajo el pretexto de unas armas de destrucción masiva que jamás aparecieron. De haber sido encontradas, quién sabe qué pudo haber pasado, dado el caos que ellos mismos dejaron allá. Y mientras buscaban lo que sabían no podía aparecer, la guerra mató a unos 174 000 civiles y combatientes de marzo de 2003 a marzo de 2013, según el proyecto Iraq Body Count, y desarmó en piezas el país.
En resumen: después que sacaron el (mal) genio de la botella, en Irak no está segura ninguna comunidad: chiita, sunita, kurda, turcomana, cristiana ni yazidí. A puro bombazo rompieron la convivencia religiosa, confesional y étnica y estimularon la atomización, lo cual provocó un tsunami migratorio inédito desde la Segunda Guerra Mundial.
¿El real objeto de la invasión…? La Casa Blanca aplicó allí su proyecto del Nuevo Medio Oriente y el plan para promover un «Caos constructivo» en función del dominio regional y el respaldo a ese conflictivo amigo llamado Israel, necesitado de muchos fuegos de distracción para no ceder en el conflicto con Palestina.
Ahora que desde Londres el mundo se ha enterado de otra intimidad británica —la inmadura aventura bélica de Tony Blair— también se ha publicado en Bagdad que el Parlamento iraquí exigirá a su Gobierno que demande a Reino Unido y a otros países que participaron en la invasión, según dijo a la publicación rusa Sputnik la diputada iraquí Alia Nassif.
Parece que a Blair le esperan horas de angustia, porque en su propio país —que envió a aquel áspero frente unos 30 000 militares y perdió a 179 de ellos— le anunciaron que familiares de caídos también pretenden procesarlo. A veces, los mortales y hasta los muertos le piden cuentas a «Dios».
Así está el planeta: mientras Blair repasa sus millones, Bagdad cuenta muertos. Fueron casi 300, de un tirón, el domingo pasado. No llenaron titulares, pero el mundo tendrá que aprender a llorar igual toda pérdida humana. Camino a ese día, seguro muy pronto, en la heladería Yabar Abu al Sharbat, la gente apuesta a que los coches cercanos lleven —en lugar de bombas— a una pareja a su boda, a un muchacho a la escuela, a jóvenes de fiesta… Porque el luto de ahora no debería durar por siempre.