Todos deseamos ser y vivir plenamente felices, lo difícil es el cómo lograrlo. Según una fábula popular, minutos antes de que la humanidad existiera un grupo de duendes decidieron hacer de las suyas escondiendo la Felicidad dentro de los propios seres humanos, dando por seguro que los hombres estarían siempre tan ocupados buscándola sin saber que la traen consigo.
Ayer leí un libro que se acerca a La Habana desde una perspectiva un tanto olvidada por unos y desconocida por otros. Pocos de cuantos viven hoy en la urbe seductora de ayer y de hoy, podrán identificar ciertos nombres, ciertas referencias de lugares, establecimientos y gente. «Me llevaron a la Décima», o «entrando en El Encanto», o «Carratalá me dijo», o «Miguelito el Niño me golpeó». ¿Qué dicen a la mayoría? Supongo que casi nada.
Los medios más importantes de EE.UU., los demócratas, los republicanos, no ahorran elogios a los efectivos norteamericanos que combaten en Iraq.
La pasada semana, mientras esperaba mi turno en un mercado agropecuario para comprar cebolla, alguien a mi lado inició un diálogo con su vecino de mostrador. «Pues, chico —dijo—, si no hubiera sido por la solidaridad de otros países, no sé qué hubiera sido de nosotros. ¿Viste el noticiero? Llegaron los Pastores por la Paz con más donativos. Esa gente nos quiere de corazón y nunca vienen con las manos vacías. Ya te digo, si no fuera por la solidaridad...».
El año pasado, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictaminó que todos los prisioneros que se encontraban bajo la custodia de ese país debían ser tratados de acuerdo con la Convención de Ginebra y de facto prohibía «todo trato cruel, inhumano y degradante», una declaración rotunda e inequívoca contra los horrores de la cárcel de Abu Ghraib.
El grito despertó toda mi adrenalina. Era medianoche. Me asomé a una de las ventanitas de mi atalaya, un pequeñísimo apartamento en el corazón de otra isla del Caribe. Abajo, una muchacha se desgarraba de susto. Un corpulento hombre trataba de violarla o asaltarla... no sé. Pero lo cierto es que un «choler» comenzó a gritarle al tipo, en una lengua nativa que es como un español apocopado y lleno de atropellos, y logró ahuyentarlo. El canalla escapó y la mujer tuvo que tragar en seco para devolver el corazón a su sitio, mientras agradecía a aquel negro indigente, de mirada extraviada y a veces limpia, su valeroso gesto.
Escuché: «¡Decir que la dirección está muy satisfecha con su trabajo, pues cumplieron el plan de envase del mes de paquetes de papas fritas!».
Una mujer, bañada en sudor y cargada de una jaba de esas que, por lo llena, es mejor dejarla abandonada en la acera que llevarla a cuestas, se detiene junto a usted, que va sentado en una guagua. Por supuesto, estoy hablándoles a hombres, y ya prosigo.
A pesar de su reconocida devoción por aprender, mi tío Cheto no pudo lograr en su atribulada juventud lo que sin dudas le hubiera gustado una enormidad: asistir regularmente a la escuela y quizá hasta estudiar una carrera. No lo consiguió por una razón insalvable: nació y se crió en tiempos en que acceder a un pupitre era una quimera y doblarse sobre el surco un espectro en el sueño de un guajiro.
Hace cuatro años tenía los ojos cerrados; ahora, milagrosamente, los ha abierto: el jefe del Partido Popular español, Mariano Rajoy, acaba de declarar que la invasión a Iraq pudo ser «equivocada», y que los datos que respaldaban la necesidad de la agresión «no eran serios».