Ayer leí un libro que se acerca a La Habana desde una perspectiva un tanto olvidada por unos y desconocida por otros. Pocos de cuantos viven hoy en la urbe seductora de ayer y de hoy, podrán identificar ciertos nombres, ciertas referencias de lugares, establecimientos y gente. «Me llevaron a la Décima», o «entrando en El Encanto», o «Carratalá me dijo», o «Miguelito el Niño me golpeó». ¿Qué dicen a la mayoría? Supongo que casi nada.
Por ello mismo, para que los recuerdos no perezcan entre las muelas del tiempo, se escribió este libro. Son memorias. Memorias que destilan sangre, dolor, duda, miedo, angustia y sobre todo entereza, heroísmo. El autor, Gaspar González-Lanuza, premiado promotor de la cultura que fue también combatiente de la guerra contra la opresión, ha querido con su libro Clandestinos: héroes vivos y muertos, mantener vigente la acción y la entrega de cuantos, en las calles habaneras bajo la tiranía de Batista, afrontaron el peligro cierto de rebelarse contra la injusticia, el pillaje, la corrupción, en un frente complementario del Ejército Rebelde en las montañas. La lucha clandestina componía, en cierta paradoja que la honra, la retaguardia adelantada de las guerrillas.
En lo personal, me gustan las memorias. Es un placer adentrarse en la vida de personas que, aunque puedan ser desconocidas, nos cuentan su participación en episodios que los historiadores nos ofrecen sintetizados, encapsulados en juicios generales. Las memorias y las anécdotas son la parte más vital y atractiva de la historia.
González-Lanuza —hijo de un reconocido combatiente internacionalista en España— supo contar su participación en la epopeya revolucionaria de los 50, subordinándose a la acción colectiva. Evidentemente, se aprecia que intenta minimizar su crónica personal, para resaltar la de sus compañeros y jefes. Está hablando, desde luego, de hombres que, de obreros o profesionales comunes, se transportaron de un salto a las cimas del coraje y la ofrenda sin tachas. A la excepcionalidad.
Relata, incluso, aspectos inéditos de hechos que impactaron a los combatientes, en el Llano y en la Sierra. Por ejemplo, el asesinato de Lydia y Clodomira. Lanuza estaba en posición privilegiada: tuvo la misión de proteger a Lydia. Su experiencia en el clandestinaje y su cautela y aprensiones no pudieron evitar el trágico, y heroico, final de las mensajeras de la Sierra. Dada la cercanía y el afecto camaraderil que lo unió a ambas mujeres, Lanuza llegó a precisar los detalles del hecho y el destino definitivo de sus cuerpos.
Clandestinos: héroes vivos y muertos se lee con facilidad. Es ameno. No leeremos, quizá, una prosa acabada, sabia —el autor no es un escritor profesional—, pero tampoco entraremos en contacto con una prosa formal, propia de los informes. El estilo intenta ser objetivo a veces; lírico otras, tratando de evidenciar la circunstancia íntima en que se envuelve el combatiente clandestino. Y lo consigue. Lo consigue sobre todo en un capítulo que el autor, creo que por modestia, inserta al final: su detención, sus torturas. Cuando uno escribe, debe buscar el efecto más impactante, el interés más cautivante. La vanidad o el egoísmo que alguno a veces intenta elevar al rango de defectos en un texto, son por hábito reproches aldeanos. Ningún escritor suele escribir por vanidad: trata de ser efectivo. Y me hubiera gustado leer al principio el capítulo titulado «En la Décima Estación». Es lo más logrado, porque es lo más personal.
Este libro, en fin, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales, con fecha de 2007, trae al presente una Habana ya difuminada entre la acumulación de los años, que es conveniente recordar. Y nos acerca sobre todo a una etapa en que lo mejor del pueblo de Cuba logró un supremo instante de gloria, abriendo camino a las futuras campañas. Eso no lo podremos jamás olvidar.