Me lo contó un amigo, cuyo progenitor tiene casi 80 años. Su padre, hombre de bondad infinita y quien no ha parado de trabajar pese a la edad, gusta de entablar diálogos anchos aun con los desconocidos.
Entre la cólera y la resignación, una lectora me preguntaba recientemente cuáles eran sus derechos y para qué existía aquel organismo en cuyo nombre le asignaban un turno para legalizar la vivienda: si para aplicar la ley y servir al pueblo o para complicarle la vida a la gente. Luego, me enseñó una comunicación mediante la cual en cierto municipio, cuyo nombre no es imprescindible reproducir, un funcionario la citaba en estos términos que ella asumió como irrespetuosos: Procure venir porque es la única ocasión en la que la puedo atender. Y si yo —objetaba ella— no pudiera ir en esa fecha por cualquier causa inesperada, ¿perdería el derecho a legalizar mi casa?
«Tráiganme un par de pelos de la barba de Castro», dijo a los mercenarios el déspota Luis Somoza, horas antes de que partieran «listos» para hundir la Cuba insurgente. Era abril de 1961, pero la suerte estaba echada desde que dos años antes, «los pobres de la tierra», de barbas y verde olivo, cambiaran para siempre los rumbos de la Isla antillana.
Las «revoluciones de colores» florecieron en los últimos años en Europa oriental. En Ucrania, por ejemplo, la «Revolución Naranja» logró aupar a la presidencia en 2005 a Víctor Yuschenko (favorito de la Unión Europea y Estados Unidos), y en Georgia, mediante la «Revolución de la Rosa» en 2003, el ex canciller soviético Eduard Shevardnadze cedió ante el empuje de Mijaíl Shaakashvili, un egresado de universidades de Nueva York y Washington, al que la oposición hoy le quiere dar una cucharada de la misma sopa.
Un lector, desde Estados Unidos, discrepó recientemente de un trabajo donde dijimos que los gastos militares de la nueva administración de su país crecían y, como siempre, era en detrimento de los programas sociales, tan necesitados —o mucho más— en tiempos de crisis económica. Veamos hacia dónde se inclina la balanza de los hechos y de la razón.
En la ciudad de Santa Clara hay dos calles céntricas, en el mismísimo corazón histórico, que son escenario de un desafío a la autoridad a la vista pública, un mal ejemplo que recuerda a cada instante, a pleno sol o a plena luna, el impune desconocimiento de la ley.
«Es lo que está establecido». La socorrida frase, pronunciada desde un buró o un mostrador por algún funcionario o un simple empleado, cierra puertas y esperanzas como un dogma inapelable. Tiene una variante gemela: «Eso viene de arriba». Es la negativa rotunda y ciega, erigida sobre armazones legales e institucionales. Como para que dobles la esquina con tu drama y no insistas más en el reclamo.
Por estos días participamos en un ejercicio sugerente.
Se van, emigrantes económicos, con la expectativa, casi siempre exagerada, de que sus vidas materiales mejorarán radicalmente, y los que abrigan la más extrema de las fantasías para capturar el místico y elusivo «sueño americano». Emprenden el incierto viaje, a veces arrastrados a peligros inminentes, y peor aún arrastrando a familiares queridos. Se trata, pudiera decirse en principio, de un acto libre. Pero el ejercicio de la libertad es ante todo y sobre todo un comportamiento responsable sustentado en la disponibilidad de toda la información suficiente para adoptar decisiones racionales. Y en este punto nuestro José Martí continúa iluminando: «ser culto para ser libre».
Un 11 de abril, hace 114 años, desembarcaba en tierras guantanameras José Martí, en unión de Máximo Gómez y otros patriotas, para combatir en la «guerra necesaria» que convocó y organizó hasta hacerla posible. Al rendir homenaje a este acontecimiento y a la memoria del Apóstol subrayamos la necesidad de iniciar el momento de filosofía a que nos ha llamado su mejor discípulo, el compañero Fidel.