La olla ucraniana no aguanta más, su explosión es casi una certeza. Ese país del este de Europa se encuentra a las puertas del desmoronamiento del Estado, de su balcanización.
«¡Cómo me gustaría conocer la ley para poder defenderme ante esta violación!» Seguramente usted ha pronunciado o ha escuchado decir esta frase varias veces y en disímiles contextos. Cual amenaza o quejido que se estrella contra el muro de lamentos vanos, llegamos hasta a abusar de la susodicha exclamación como si el logro del saber dependiera de otros y no de nuestro esfuerzo propio.
Cierta crítica de hoy, particularmente en la blogosfera, aturde, porque se caracteriza por la estridencia, que en términos estilísticos se refiere a la brusquedad de las palabras y al tremendismo del tono.
Los senadores anticubanos Marco Rubio y Bob Menéndez están muy disgustados porque el zunzún de la Usaid (Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos) dejó de «zunzunear». En realidad, el disgusto de estos personajes no es ninguna noticia y solamente un periódico de tan baja credibilidad como el que nos gastamos aquí en Miami —el Nuevo Herald— lo destaca en su primera página.
«A la orden». El eco de esas tres palabras perduró unos meses en mis añoranzas de la República Bolivariana de Venezuela. Creía que la frase con la que te reciben en los comercios de la tierra de Bolívar saldría a mi paso algún día en una de nuestras tiendas recaudadoras de divisa. Y es que mucho ayuda a la decisión de compra de un cliente percibir que alguien está dispuesto en cuerpo y alma a satisfacer tu necesidad.
Resuenan en mi memoria como dulces acordes musicales las palabras humildes de John Jairo Ramos, a quien conocí en diciembre pasado mientras desandaba las calles del Guasmo guayaquileño, en Ecuador.
A veces me pregunto qué habría pasado con mi espiritualidad, con mi gusto estético, si en mi infancia o cuando me hallaba entre la adolescencia y la primera juventud, hubiera tenido a mano todas las bondades tecnológicas que hoy disfrutamos, y no hubiese tenido que conformarme con aquellos fabulosos discos de acetato que estaban al alcance de cualquiera, o con las imaginativas propuestas televisivas o radiales de entonces.
Supongo que a todos nos persigue la infancia. La mía lo tiene más cómodo: me atrapa muy fácilmente porque, con mis problemas de huesos, muy poco puedo correr. Y así, a cada rato una historia del pasado detiene mi apuro y me ordena:
Todavía recuerdo a Suso, y sonrío porque llegó a acostumbrarse a ese nombre cuando seguramente ya respondía a otro. Durmió una noche en la entrada de la casa y desde entonces nos «visitaba», y nos hicimos responsables de su comida, su agua y hasta de la idea de bañarlo, aunque su tos constante nos preocupaba.
Si se pudiera canonizar en el deporte cubano, ya hacía rato en Pinar del Río hubieran santificado a Alfonso Urquiola.