Sin dogmatismos, sin consignas ni historias mitificadas, así descubrí a Martí, como aquel día en que un apreciado profesor e investigador de su obra me recalcó: «No te puedo aconsejar exactamente un texto. No puedo interpretarlo por ti. Solo te brindo mi modesta apreciación, mi humilde orientación de lectura. Pero recuerda, querida, que no se enseña a Martí, se le encuentra».
Ni figura del pasado, ni ícono ni símbolo, el Apóstol es mucho más que eso. Su personalidad, colmada de valores humanos, le entrona en una perfección que no niega su condición como un hombre de carne y hueso.
Es, en esencia, una fuente inagotable. Se puede llegar a su caudal por disímiles vías: la poesía, la filosofía, la política, la ética, la literatura, el periodismo. Los caminos hacia él son variados y nunca hijos de la repetición y la desidia de las biografías anquilosadas.
Sus obras y hazañas son estudiadas desde edades tempranas. Sin embargo, muchas personas ignoran al verdadero José Martí, sus luces y sombras, sus ideas y pensamientos, cuya vigencia e intemporalidad trascienden el siglo XIX.
El esquematismo o el encasillamiento han caracterizado algunas veces la enseñanza del legado histórico del Héroe de Cuba.
Hay que amar a Martí, entenderlo para predicar su obra, para asumirla. La práctica diaria demuestra que se puede aprender de memoria una biografía, apoyarse en una cronología de su vida, repetir muchas de sus frases, y sin embargo, los actos pueden llegar a ser la negación de la propia palabra martiana.
Martí supera cualquier visión contemporánea: una foto colgada en una pared del aula, un busto en el patio de la escuela, Los zapaticos de rosa recitados en el matutino escolar, frases y consignas...
Ya lo dijo el Che Guevara, que su legado no era de librería ni museo. ¡No!, Martí es vida, es amor por lo justo, es pasión desmedida.
El político que escribió que «en los pueblos libres, el derecho ha de ser claro. En los pueblos dueños de sí mismos, el derecho ha de ser popular», no puede ser solo reducido a visiones simplistas de expresiones colocadas en murales y pancartas.
El pensador que dijo que había tres cosas que «cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro», no puede ser tratado únicamente como un oráculo de sentencias que sirven «para cualquier circunstancia».
El hombre que defendió la idea de que «amor cuerdo, no es amor», o que rubricó «yo voy sembrándote por doquier que voy, para que te sea amiga la vida. Tu cada vez que veas la noche oscura o el sol nublado piensa en mí», no puede consumirse en altares rígidos y santificados.
Martí no es un fetiche ni un credo. Tampoco una panacea. Es mucho a la vez; pero antes que político, antes que periodista, antes que escritor, fue un hombre, un hombre bueno como queremos ser hoy, mañana y siempre.