Figo es uno de los mejores amigos que he podido tener. Con su principal «dueño» en África y el otro en Sudamérica, este can y yo nos hemos estrechado las patas en un pacto de afectos que crece por día. Cuando me acerco al barrio en que vivimos, una cola en zigzag me anuncia que en este mundo se me quiere todavía.
El Gobierno del presidente George W. Bush invadió Afganistán e Iraq. Al primero —dijeron— para destruir a la organización terrorista Al Qaeda y a sus protectores, los fanáticos talibanes; al segundo, para derrocar a Saddam Hussein y destruir las armas de destrucción masiva que, según Bush, este acumulaba en su país.
Hace pocos días vi un documental en el que aparecía un joven paquistaní que disfruta desafiar la vida. Con solo 20 años, los videos de sus «hazañas» recorren el mundo y, entre asombros y gritos, quienes los vemos nos preguntamos hasta cuándo durará su insensatez.
Es triste ser evocado por algo diferente de lo que realmente se hizo a lo largo de la vida. Así sucedió al francés Joseph-Ignace Guillotin cuando su apellido sirvió para inmortalizarlo con la designación dada a un «lúgubre artefacto»: la guillotina.
La escena se montó tan rápida como casualmente. Horario pico en la salida de los trabajadores hacia sus hogares. Un ómnibus repleto de olores, calores, ruidos… y personas.
La falta de aire, por el miedo, me hizo gritar: «¡Para, chofe, por tu madre!». Había dejado olvidado lo más importante de mi vida en aquella parada. Un codazo aquí y otro allá, mientras la gente protestaba creyéndome loco, permitieron que llegara hasta la puerta delantera que, de mala gana, el hombre del timón abrió de un palancazo, al mismo tiempo que la bomba de aire soltaba su resignado suspiro de ¡shuuuuuu!
Mi amiga Paula tiene las manos más hermosas del mundo, aunque quiera siempre ocultarlas por los estragos de la diabetes en sus uñas. Y yo intento convencerla de que la belleza no es lo que se ve. La gracia es el prodigio que brota de todo lo que ella toca con sus hábiles dedos.
Sin necesidad a estas alturas de apropiaciones dogmáticas de todas sus formulaciones en escenarios que él no vislumbrara, el pensamiento económico del Che y la obra que lo sustenta andan gravitando, con muchas preguntas y no pocos alertas, en el proceso de transformaciones que registra Cuba para actualizar su modelo económico.
De muchacho, en la barra de La Colonia Española, sociedad de mi pueblo que tenía más socios criollos que peninsulares, oí por primera vez el nombre de aquella bebida que era una mezcla de sidra con Pedro Domecq, Felipe II, Fundador o cualquiera de aquellas marcas de brandy español que por aquella época se tomaban en Cuba. Le llamaban España en llamas. Años más tarde, cuando ya era un adolescente, la probé en esa misma barra y quedé puesto y convidado. Fue debut y despedida: aquello me sabía a candela viva.
LA ansiedad por ver terminadas las fotos de los 15 de su única hija, esas a cuyo precio en CUC «escalaron» los ahorros de toda una vida, se convirtió en rabia e impotencia cuando dio la primera ojeada al libro.