Mi primo es mecánico, no de los que estudiaron ingeniería o los técnicos de nivel medio en transportación automotriz. No, mi primo es mecánico de calle, de la vida, de los empíricos, de los que desarmaban ventiladores antes de soplarse los mocos, y anda con las uñas bordeadas de grasa y con olor a motor de carro como si estuviera bañado en colonia.
Pero mi primo no es «intelectual», o al menos como usualmente lo clasifican. No le gusta la música de cámara, no resiste un concierto de jazz y de seguro no podrá deletrear o conocer el significado de palabras como multidisciplinario, empoderamiento, deconstrucción, panóptico o hipertexto.
Mi primo, por supuesto, tampoco sabe diferenciar entre Bukowski y Chaikovski y de seguro los confundirá con el bálsamo de Shostakovski. ¡Vamos! Que a más de uno le puede pasar eso, ¿no?
Y de seguro no sabrá que existió un Antonio Gramsci que dijo que no hay actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención intelectual: «Cada hombre, considerado fuera de su profesión, despliega cierta actividad intelectual: es un “filósofo”, un artista, un hombre de buen gusto, participa en una concepción del mundo, tiene una consciente línea de conducta moral, y por eso contribuye a sostener o a modificar una concepción de su entorno, a suscitar nuevos modos de pensar».
Pero a mi primo le han hecho creer que es «solo» un mecánico, le han subestimado la capacidad racional porque no tiene en la sociedad la función de ser un intelectual.
No pertenece al grupo de privilegiados, pero no de aquellos que en verdad, al decir de algunos teóricos, renuevan, rehacen, reconstruyen, imaginan o transforman las asunciones sociales, los que amplían la perspectiva de los ciudadanos y tratan de transformar el mundo mediante la palabra. ¡No! Mi primo, personas como mi primo, son excluidos por algunos de esos «otros» que se constituyen como casta, más por la connotación positiva, por el valor de prestigio asociado a la atribución de una «inteligencia superior», que por generar o ejercer tal capacidad, en realidad.
Mi primo, muchos como él, quedan degradados por estos «seudointelectos», más preocupados por la proyección, por el estatus que por la propia creación.
Algunos integran esa ralea de demagogia letrada, que se legitima por encima de aquellos ¿«ignorantes»? que no distinguen entre música clásica y de cámara, que se quedan dormidos en una función de ballet, que no saben quién es Borges, Ernesto Sábato, o pronuncian mal Michael Foucault.
Personas como mi primo son subvaloradas por algunos aliados en subgrupos, que lejos de fundar, como la verdadera intelectualidad, deslindan pequeños feudos de falsa cultura, de aparentes particularidades y con ínfulas de superioridad, que niegan lo multiplicador, lo que indique «plebe y masa», como si no hubieran sido los plebeyos los que tomaron La Bastilla.
Algunos de ellos que se las dan de saberlas todas y que colocan cualquier simple análisis hacia un lugar existencialista o en el peor de los casos, filológico; cuya meta, más que ser intelectual, es informarle al mundo que lo son.
Pero mi primo que nunca ha leído a Gramsci, no debe saber que él sí es, al igual que muchos otros, intelectual; no de artificiales posturas, sino del tipo obrero, como diría el teórico europeo: uno moderno, involucrado en la tarea práctica de construir la sociedad, desde su trinchera que no por modesta, deja de ser menos importante.
Mi primo que ¿tan solo? es mecánico, de los que no estudiaron, de los autodidactas, de vez en cuando me dice: «Sigue leyendo que te vas a volver loca. Si quieres de verdad escribir, deja el libro y sal al mundo. Conocer lo que hicieron otros te servirá pero ya está dicho. Aprende de la vida, que solo los que viven pueden escribir grandes textos».
No necesitó libros, ni ínfulas de seudolector, ni se imaginó que citaba incidentalmente a José María Rosa, cuando dijo que «La realidad no se lee: se siente, e —indispensablemente— se la acepta y uno se integra a ella, o se la rechaza por incompatibilidad de piel o conveniencias personales». Mi primo, que no tiene verborrea enjundiosa, que no sabe de arte clásico, rococó, o renacentista, que no tiene hipersensibilidad estética ni estudió filosofía, también puede expresar «cosas de intelectuales» como esas.