En Cuba un muerto nutre cada árbol. Lo dijo José Martí, quien de vida y semilla sabía como nadie. Todos los pueblos pueden citar a un héroe cercano: el bisabuelo tal, el tío de algún amigo, el hermano que falta en casa y hasta el hijo de aquella vecina, la triste de los domingos.
Esos hombres y mujeres, esos niños a veces, nos dejaron el espacio como misión. Nacer en lugares como Calixto García, Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Jesús Menéndez, Ciro Redondo, Frank País, Bartolomé Masó, Mella, Niceto Pérez… multiplica el desafío de asumir el gentilicio, y no solo por las complicadas pronunciaciones: habrá quien viva en el lugar, pero no «sea» de allí; y habrá quien sea, aun desde lejos.
En mi apacible Camagüey le escuché al historiador Fernando Crespo una idea que siempre hice mía: no basta con nacer en la tierra de El Mayor para decir que se es agramontino. Quien así piense concordará con que el orgullo de los camagüeyanos por llevar tamaño héroe como escudo de almas, en la torre mayor del gentilicio, será vana ilusión cuando no se acompaña de elementos más raigales que la cuna.
Agramontinos, agramontinísimos, eran los negros nacidos quién sabe dónde que acompañaron al héroe a la manigua, los chinos que le quisieron como un padre aunque tuviesen distante raíz, los cubanos de otras tierras que aportaron un brazo afilado a aquella formación perfecta en la que mayoreaban los centauros camagüeyanos.
Hubo en su tiempo, como hay en este, coterráneos que no siguieron a Agramonte, individuos que hicieron arenga en contra de la patria, gente que dudaba de los con qué de Cuba Libre para ensancharse. Rotundos no agramontinos que recibieron de Ignacio, y merecen ahora, aquella respuesta digna de los siglos que vienen: «¡Con la vergüenza!».
Por encima de las formalidades que en mi bella ciudad nombran distinciones valiosas, «agramontino» es el título más alto que, sin cuadros de brillitos y sin «por cuantos», el pueblo de esa llanura puede conceder a sus mejores hijos y a las personas que, desde cualquier punto, aman a Cuba con absoluta limpieza, así, «con alma de beso», como diría otro agramontino llamado José Julián Martí Pérez.
Cuba precisa de gente buena. Para el desafío actual —que no es reto de dirigencias sino de un pueblo que las incluye—, una caballería nueva de auténticos agramontinos es garantía de avance, como lo es también una infantería oriental nutrida de maceístas, y una columna de aguerridos villareños. Cuba exige que Occidente siga hermanado al Oriente, con el Centro al centro.
En estos días no hay que cargar literalmente; es probable que ni siquiera se roce la muerte, pero ahora que al cara pálida —no al ibérico, sino al otro— le acompaña en su maleficio la chapucería criolla, la dejadez, la simulación, la demagogia y hasta la complicidad de alguno en el conjuro, la mambisada se complejiza.
Hace tiempo la historia puso un «seguramente» allí donde Fidel —ese oriental que entró con fuerza de país al gentilicio de millones— nos dijo un día: «Probablemente todo sea más difícil». En efecto, lo ha sido.
Necesitamos reforzar la pertenencia. Que los cubanos nos nombremos y nos sintamos —más lo segundo que lo primero— agramontinos, maceístas, cespedinos, serafinsánchicos, juangualbérticos, villénicos… fidelistas de exactas coordenadas. Y que actuemos en consecuencia. Que el gran joven de ahora engrose los paradigmas. Que los talleres y las tribunas lleven el sello de heroica geografía, y la palabra se teja en hechos con los guajiros cujes de la verdad.
¿Qué añadir de Martí…? Es una raíz de Cuba que, llamándose, nos bautiza. Pero, como pasa con Agramonte, vivir en José Martí —nombre mejor no tiene esta Isla— no nos hace automáticos martianos. Habremos de recordar, con él, que no alcanza con el amor ridículo a la tierra y a la hierba que pisan nuestras plantas. Ser cubano requiere tanto amor que a veces se necesita de un odio invencible a quien oprime, y hasta de un rencor eterno a quien ataca.
Colocar grandeza ajena en nuestra boca nos exige primero mejorarnos —aunque hayamos nacido donde fuera y digamos que somos cualquier cosa— porque quien lucha sin virtud menoscaba su causa.
Es falso en gran medida ese sello de apariencias del «ser cubano» que buena parte del mundo se ha creído. Ser cubano no es sabrosura de genes ni pasividad gozosa a la sombra frondosa de otros héroes. Ser cubano requiere empeños; requiere, por ejemplo, agramontarse.