Cada centímetro de tierra tiene una leyenda que merece ser contada. La Habana, sin duda alguna, enamora con su majestuoso Capitolio y su gente, la misma gente que en cada canto, en cada baile, en cada pelea lanza un grito a la vida. Pero es más que eso.
La capital sobrevive convencida de que existe un mejor futuro. Se alza de la mano de sus hijos, a la vez que a veces tropieza. Mi madre suele decirme: «Observa siempre las pequeñas cosas, ahí radican las mayores verdades».
Fue entonces que las descubrí. Cuando me percaté de su existencia no podía dejar de contemplarlas. Era justo lo que mi madre intentaba explicarme. Era la verdad escondida en un escaso metro de longitud.
Una de ellas portaba la lírica y la poesía. Estaba tan arreglada, tan hermosa, que no permitía a nadie acercarse, solo las fotografías podían hacer eco de su grandeza. La otra era simple, descuidada, desdeñada por el tiempo, cubierta de cicatrices. Ella accedía a que la golpearan, la ensuciaran, le envolvieran en largos cables. Hacía mucho tiempo que sostenía la misma carga.
Dos columnas de un mismo edificio, eso eran. Dos sostenes de un mismo objetivo, tan diferentes y a la vez tan iguales. Esta puesta en escena alcanza ya 80 años y el edificio aún persiste, a pesar de la lluvia y las sequías.
Una de las pilastras fue testigo del odio, de aquella vez que esa muchacha llorara, porque no soportaba la mirada acosadora de cada hombre en su camino. Presenció también la bondad de un niño, que entre abrazos rescataba a un cachorro de la muerte. Pudo distinguir felicidad contenida tras la primera vez que un vagabundo escuchara las palabras: «Tú eres importante y vales».
La otra alineada corrió con distinta suerte. Jamás alcanzó a observar más que los celulares y las cámaras acercándosele. En una ocasión casi una niña la roza, pero era demasiado bella, cuidada, quién podría siquiera acariciarla.
Hace unos días regresé a ese edificio, porque me regocija encontrarme con estas hermanas que nunca se han visto cara a cara. Disfruto al entender que ninguna es culpable de su dicha, que son parte de lo mismo que todos, resultado de una sociedad con tantos matices como hojas de un árbol en plena primavera.
Pero mi sorpresa fue inmediata, no estaban ahí mis fieles compañeras. Habían sido devastadas y en su lugar yacían escombros de lo que antes fuese el hogar de una muchacha sollozante, de un niño piadoso y de un hombre desventurado.
Intenté comprenderlo, pero fue en vano. Solo mi asombro aumentó cuando ante las insistentes preguntas ojos irritados respondieron: «¡Ya es tiempo de modernizarse!»
La modernidad, eso es lo realmente necesario. Tal fue la cólera ante esta revelación que me alejé del lugar sin pronunciar palabra alguna. Mientras percibía el bullicio infernal de máquinas de construcción.
Solo imagino la tristeza de aquellos que una vez fueron, al igual que yo, espectadores de una muestra tangible de nuestra Cuba actual. Me cuestiono entonces, cuánta memoria tal vez hayamos perdido en busca de esa modernidad.
La villa de San Cristóbal de La Habana cumple cinco siglos de historia. Sus calles, los rincones menos transitados, aún reservan mucho por descubrir.
Con cada golpe de martillo La Habana se eleva, pero su belleza no reside allí, sino en la sabiduría que recogen siglos de historia, la misma sabiduría con la que debemos honrarla ahora, que cada vez va envejeciendo más deprisa.