Muy tarde en la noche sonó el teléfono. Como de costumbre, el cierre agitado del periódico nos espoleaba, y demorábamos en cogerlo. A tanta insistencia levanté el aparato con rostro de desesperación. Al escuchar su voz quedé sorprendido, porque del otro lado me hablaba José Ramón Fernández Álvarez.
No recuerdo bien la fecha en que por azar de la vida me tocó recibir esa extraordinaria llamada —en la oficina del entonces subdirector del periódico Ricardo Ronquillo Bello, con quien el Gallego de Cuba dialogaba a menudo—, pero la esencia de todo cuanto me dijo tuvo que ver con la defensa de nuestros mejores valores espirituales, esos de los que están hechos los verdaderos patriotas.
Nadie podrá imaginar las señas que le hacía a Ronquillo y la satisfacción que mostraba mi rostro. Nunca antes había tenido la oportunidad de conversar con él. Ese día, por el tono de sus palabras, inferí que ya se hallaba enfermo, pero como el maestro y luchador que no se cansó de dar lo mejor de sí, habló de estar dispuestos a fundar, a transformar, a conquistar…, de la responsabilidad y el simbolismo que hay en el tránsito de una generación a otra.
«Hemos aprendido que todo lo que el ser humano sueña es posible lograrlo, incluso donde la razón es adversa. No podemos estar minados por la incertidumbre, lo mal hecho, la injusticia», decía en su conversación, al referirse a las transformaciones que ha emprendido esta Isla. Y refería lo esencial que era en ello la honestidad, el comportamiento, la conducta, el sentido de la justicia, de la fidelidad.
De modo familiar y ameno, en un lenguaje que me impresionó, conversó conmigo y me hizo meditar sobre el valor que tiene el encuentro de los consagrados luchadores, los artífices de una historia no lejana, incluso presente, con quienes comienzan en las complejidades de este mundo y tienen responsabilidades con el presente, el futuro y la esperanza del país.
«Hay que saber discutir, tener paciencia y calma para hacer las cosas como nos ha enseñado Fidel. Hay que mantener nuestra historia viva, que es defender la Patria. Las nuevas generaciones están obligadas a hacerlo mejor que nosotros. Estoy seguro de que lo harán, pues tienen todas las condiciones para ello, y también confío en que podrán dar continuidad a la Revolución».
Y es que Fernández fue un amante eterno de los jóvenes, maestro incansable de muchas generaciones. Al final me reiteró que «esta generación resulta clave para construir la Cuba que soñamos, esa sociedad mejor y cada vez más justa y solidaria». En todo nuestro diálogo solo atiné a responder sí o a reafirmar sus palabras mientras las interiorizaba. Después vino la despedida, el hasta pronto, sin imaginar que esa sería la única y última vez que departiría con un hombre de su talla.
Según me contó esa noche Ronquillo, y luego mis propios colegas, el diálogo del Gallego Fernández con los periodistas o directores de medios era común, siempre con la alerta oportuna o el sabio consejo sobre los más diversos temas. Para ellos —también para mí desde aquel día— queda, además, su caballerosidad infinita, su tratamiento afable en todo momento, y su consagración.
Pero no solo con nosotros, sé de una profesora, Carmen Zambrana Álvarez, quien fuera la directora de la secundaria Combate de Galalón, donde estudié, quien se privilegiaba de recibir —en la comunidad Ramón López Peña, del municipio artemiseño de San Cristóbal, a 88 kilómetros de la capital— recortes de periódicos con la firma y el análisis del Gallego en los cuales se hablaba sobre algún asunto de educación, y también cada año como regalo una agenda con una dedicatoria suya.
A mi generación le ha tocado —por suerte— vivir y luchar con los hombres y las mujeres que hicieron la Revolución, de abrazarlos, y al hacerlo, abarcar la historia viva. No obstante, le ha tocado también el triste dolor de verlos partir físicamente. Sin embargo, en esta hora de apremiante desafío son salvadores el análisis, la sinceridad y el apoyo emocional de hombres como el Gallego, de personas valiosas como él a quienes habrá que premiar el cariño y lo rebelde del alma.