Mi abuela, a la que llamábamos Babita, leía mucho y fue ella quien puso los primeros libros en mis manos. Recuerdo las Aventuras de Tarzán y haber leído escondido, Ibis, de Vargas Vila, que en aquellos tiempos era un escándalo, al menos en Unión de Reyes. La revista argentina Leoplán me ayudó a mejorar el gusto y sufrir con Jean Valjean y su tragedia. Cuando fui a Matanzas a estudiar bachillerato descubrí las librerías de viejos ¡Y ya! El mundo de los libros se abrió y fui encontrando autores de los que había oído hablar, pero no había podido leer. Cinco años más tarde llegué a La Habana y quedé sorprendido cuando en cualquier esquina había un puesto de libros viejos, con su correspondiente viejo que a veces no lo era, pero sabía recomendarte un buen libro de acuerdo con tus preferencias o ayudarte con alguna duda sobre el autor. (Ahora me pregunto ¿Librerías de viejos o de libros viejos?). En la esquina de Prado y Neptuno había una de esas librerías con un buen surtido y allí di con un tomo de un autor que se llamaba Marcel Proust; nunca había oído ese nombre, pero el título me llamo la atención Por el camino de Guermantes. Y después de leerlo con entusiasmo me dediqué a conseguir el resto de los tomos. No sé bien si fue intuición o haber oído al pasar algún comentario sobre ellos. Estas cosas quedan siempre en el misterio. Más tarde conocí a Virgilio, Piñera por supuesto, y me divertí al oír cómo se refería a la Duquesa y a la señora Verdurin y el «cogollito» como si los hubiera frecuentado. Conocía la genealogía de la familia Guermantes y parecía que había asistido a la misa en el camino hacia Combray, las relaciones entre las duquesas y la vida oculta de Albertine en la playa.
En la infancia leer me ayudó a crearme un mundo diferente al de mis hermanos y sus amigos que jugaban a bandidos y policías. A veces me les unía, pero evidentemente estaba fuera de grupo y prefería quedarme en casa leyendo en la cama. Después, ya mayor, leía de todo: crónicas sobre piezas teatrales que se estrenaban en La Habana y yo no vería, comentarios sobre libros y los muñequitos de los domingos.
Leer es viajar, se conocen mundos diferentes, personajes en los que encuentras parecidos con un amigo o tienen rasgos y conflictos de los que te has sentido avergonzado alguna vez. Una buena novela nos hace vivir muchas vidas sin necesidad de vivir muchos años y para un escritor sirve como modelo para asumir estructuras, tiempos narrativos y estudiar la riqueza de ciertos conflictos. Sin Pedro Páramo nunca hubiera podio escribir algunas de mis piezas teatrales; sin Marat-Sade o Proust no hubiera podido jugar con el tiempo a mi capricho. ¿A quiénes leyeron ellos? Lo mejor es leer a los clásicos; leerlos para conocerlos y releerlos para saquearlos. Ellos ofrecen un filón de aristas que no han sido desarrolladas y despiertan la imaginación para darles forma a un chispazo de tema y a personajes sin rostros ni sangre todavía.
Como me he convertido en un autor profesional me duele no tener tiempo suficiente para leer y a pesar de eso sigo con la manía de comprar libros para un futuro en que las cataratas no me permitirán leerlos; compromisos profesionales, el cine y la adicción a Internet son los peores enemigos del trabajo. Cuando tengo tiempo prefiero leer ensayos sobre teatro y no ficción, para comprender mejor mi profesión, porque opino que llegar a escribir una buena obra está en no creer nunca que has llegado a la perfección. Si piensas que todo lo que escribes está bien hecho te momificas y no te llega el aire fresco de la vida o de la improvisación. Quisiera cumplir un compromiso conmigo mismo y en este 2008 decir voy a leer más, y convertirme en el adolescente al que había que decirle: niño, suelta ese libro ya y ven a comer.
A veces me pregunto si tuviera que escoger entre los libros que he leído cuáles serían mis preferidos y me quedo sin respuesta. Es lo mismo que me sucede cuando me preguntan cuál de mis obras escogería si fueran a publicarme solo una. Esta interrogante me lleva a hacer un símil melodramático con la madre a quien le exijan decidir cuál de sus hijos quedará vivo. Y pienso en La decisión de Sofía, de William Styron.
Tomar una decisión es un conflicto completamente teatral: ese es el problema de una buena obra de teatro. Me gusta que el teatro además de espectáculo sea literatura. Cuando leo libretos y veo que no son más que copias taquigráficas de cómo habla la gente se me cae el corazón. Soy inflexible con mis textos, los reviso una y otra vez hasta sentir el ritmo, modifico la sintaxis, busco sinónimos hasta dar con la palabra exacta y aun después de estrenada vuelvo a hacer correcciones.
Me gusta leer teatro, cosa que no les ocurre a muchos lectores. ¡Extraño! Siempre me parece maravillosa la oportunidad de imaginar tu propia puesta en escena.
La cuestión de la vocación es un asunto muy curioso para mí. No sé cómo nació y cuando pretendo recodarlo me lleva a interrogarme para encontrar las razones de cómo llegué a ser un escritor. A veces digo que la relación con Raúl Martínez y Rolando Ferrer me decidió a escoger ese camino. Tal vez ellos me dieron el impulso final.
Recuerdo que de niño asistía con frecuencia a ver un grupo de aficionados en mi pueblo natal y antes me maravillaba la llegada de los circos que recorrían los pueblos llevando, además de la maravilla de ver elefantes y monos en caravanas por las calles, un sketch humorístico que terminaba con una rumba. Es posible que a Moliere también le haya sucedido lo mismo. En ese momento no veía la pobreza del espectáculo y el asombro me dejaba boquiabierto. Después jugaba con mis amigos y escenificábamos una gran obra en las salas de nuestras casas. Pero existe un misterio, algo oculto que no sé si algún estudioso especializado le habrá encontrado solución, y surge una pregunta: ¿Por qué ellos no fueron escritores también si tenían las mismas experiencias? Lo mejor será decir que fui «tocado por una divina locura».
Cuando esa «divina locura» me asalta no pienso jamás a quién va dirigida la obra. Me propongo iluminar la zona oculta de una historia o el carácter de un hombre y espero encontrar espectadores que tengan las mismas inquietudes. Esto no podría llamarse elitismo porque me preocupan conflictos que afectan a gran parte de la sociedad y confieso mi presunción y espero que esa sociedad de que hablo sea un círculo que crece y alcance más allá de mis fronteras y mi tiempo. He comprobado que en la sociedad en que vivo los conflictos y la forma de resolverlos cambian, como todos sabemos, y es un proceso largo y constante hacia una perfección que buscamos para alcanzar un puñadito de justicia y felicidad.
Estoy satisfecho de haber escogido el teatro en lugar de otro género. El poeta y el novelista viven en soledad; el dramaturgo necesita la comunicación viva y sentir al público aburrirse o vibrar, y cuando esto último sucede y el estruendo de los aplausos llena la sala es una emoción que los otros escritores desconocen.
Siempre me ha parecido que si un artista solo conoce el medio en que trabaja es un artista manco. Un escritor no debe solamente leer. Un cuadro o una sinfonía nos descubren relaciones de formas, entonaciones que no conocíamos, sentimientos que habitan en los colores o los sonidos y nos enriquece y el paisaje expresivo que disfrutas cobra dimensiones inexploradas por las palabras; por eso resulta una gran aventura espiritual leer a Lezama y saborear las digresiones que entrelaza con culturas ajenas. El conocimiento de otras expresiones artísticas ayuda a afinar las herramientas que utilizamos para develar las ideas con que tratamos de entender el paso del tiempo.