Mercedes Quesada, una natural de Jiguaní que conserva algunos rasgos de los indígenas, confesó hace varios años que en los lugares en los que ha vivido nunca ha faltado el caney. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:05 pm
JIGUANÍ, Granma.— Tal vez a estas alturas, en pleno siglo XXI, la pregunta que titula estas líneas pudiera parecer fuera de lugar, pues bastante se ha repetido que aquellos pobladores primigenios del archipiélago quedaron exterminados prontamente por el látigo, las enfermedades y la espada de los colonizadores.
Sin embargo, en este pedazo de Cuba nombrado Jiguaní, la interrogante acaso no se mire como un disparate. Porque aquí —para asombro de los forasteros— aún se respiran ciertos aires indígenas.
Tales ambientes están relacionados con la comida, las costumbres, la artesanía y hasta con los rasgos físicos de muchas personas.
La sorpresa está vinculada también a la historia: este poblado, fundado el 25 de enero de 1701 —cuando hipotéticamente ya no había indios—, nació aborigen.
«Este lugar es una de las excepciones de Cuba. Mientras el resto de las villas, comenzando por Baracoa, se fundaron por deseos de los españoles, Jiguaní se creó por interés del indio Miguel Rodríguez, oriundo de Bayamo, quien junto al cura Andrés Jerez, decidió reconcentrar aquí, para protegerlos, a los naturales dispersos de estos territorios, situados entre los ríos Contramaestre y Cautillo», señala el historiador local Hugo Armas, quien lleva más de 30 años investigando sobre el legado aborigen en la región.
Él subraya que la zona, a principios del siglo XVIII era idónea como refugio de los indígenas que huían de la persecución de los colonizadores. Por eso, se estima que el curato de Jiguaní fue fundado, después de la aprobación de las autoridades de la metrópoli, con más de 20 familias indias.
Y si bien es cierto que otros dos pueblos —Caney y Guanabacoa— surgieron con rostro indígena, luego cambiaron su fisonomía debido a las migraciones negras, convirtiéndolos en sitios en los cuales lo aborigen fue desplazado.
Indios puros
¿Hasta cuándo hubo «indios puros» en Cuba y específicamente en Jiguaní? La pregunta es difícil de responder porque la mezcla de razas sobrevendría inevitable con el tiempo.
Pero Hugo Armas señala un fenómeno peculiar de la comarca: familias enteras como los Ferrales, Rivero, Reyes, Quesada, Anaya, Aguilera, Aguilar, Garcés, Leyva, Reyes, Sosa, Fuentes y Andino —todas con rasgos aborígenes— se entrecruzaron entre sí hasta una cuarta generación, y dieron lugar a grupos muy parecidos racialmente. Hoy, incluso, descendientes de estas parecen indios «puros», cosa de la que, con razón, se vanaglorian.
Lo cierto es que Jiguaní, en 1818, dejó de ser, por decreto de España, pueblo aborigen. Pero 18 años después, como bien señala el investigador, había pruebas de la existencia de indígenas, pues ese año el alcalde Miguel Íñiguez, ascendiente de Lucía Íñiguez (la madre de Calixto García), planteó la «necesidad de mantener a los protectores de los indios».
No obstante, más allá de la fecha de extinción de la raza, lo que importa es darnos cuenta de toda la huella aborigen que tenemos ante los ojos.
Por ejemplo, en los caseríos de La Seca, Santa Cruz, Palmarito, Cañadón, Monte Alto y la Seiba (con «S») y el propio Jiguaní, habitan personas como Miguel Fajardo, de 96 años, que hablan con orgullo de sus antecesores primitivos:
«Mi tía pasaba el día fumando o mascando tabaco, tenía el pelo largo y negro y la piel cobriza, tomaba café en una vasijita de güira, comía mucho casabe y usaba zapatos tejidos», cuenta él con alegría.
Mientras, la anciana Mercedes Quesada expresa con aires de satisfacción: «En el patio de las casas en que he vivido nunca ha faltado un caney, y siempre hemos tenido afición por la hayaca, plato elaborado a partir del maíz».
Hugo Armas agrega que en la zona existen otros preparados a partir de ese grano, como el atol y el revuelto (en este se condimenta la harina y se añade carne, en aquel tiempo preferentemente de jutía) y el ajiaco (cocer viandas y carne en una misma vasija).
Y acota que, además de la cultura culinaria, hay una «gran tradición de elaborar cestos, jibes, zapatos y otros utensilios a partir de fibras de plantas», tal como lo hacían los indios cubanos.
Otras huellas
Siempre se ha dicho en Cuba que «el que no tiene de congo tiene de carabalí», frase con la que se acuña nuestra ascendencia africana y el consiguiente mestizaje negro-europeo.
Pero con regularidad se olvida que en un principio los colonizadores debieron unirse y tener hijos con indias, no con africanas. En esa interacción las madres, siempre más cerca de los vástagos, tuvieron que transmitir, aunque fuera furtivamente, sus tradiciones y hasta parte de su léxico.
Este tipo de mezcla, luego desaparecida como tendencia por la llegada de numerosos negros, se mantuvo, sin embargo, en estas regiones del valle del Cauto.
Hoy en esta región de Cuba se emplean vocablos como: tubonuco (azul se asienta cerca del ojo), nacío (cosa dura está ahí), sabana (pocos árboles dentro), ñata (no hecha), manía (no gusta al indio), areíto (mejor paso del indio en la noche) y otros con significados no traducidos al arauco: hayaca, sobaco, cutara, macana, fututo, jigüe, caguayo, bayoya, güira, guayaba, yagua, guano, yarey, entre otros.
Y la toponimia resulta abundante en términos aborígenes: desde el propio Jiguaní (río de oro), hasta Bayamo, Guacanayabo, Yara, Babatuaba, Babiney, Cupaynicú, Maboa, Macanacú, Jatía, Mabay, Jagua, Casibacoa, Cupey, Ceiba, Vija, Pepú…
Entre los aportes que nuestros primitivos dejaron están las construcciones basadas en el empleo de la tabla de palma y la yagua. No se ha de olvidar que constituyeron el núcleo de lo que más tarde sería el campesinado. Ellos dejaron para la posteridad los llamados caneyes, construcción de guano de ocho lados, aún presente en unas pocas viviendas de Jiguaní y en lugares recreativos de Bayamo. Incluso, una instalación de las más concurridas por la población en esa ciudad lleva justamente ese nombre: Los caneyes.
Otros tres elementos de la cultura material de aquellos antepasados han vivido hasta hoy y, acaso porque se han hecho universales, no reparamos en su procedencia: el tabaco, la hamaca y la canoa.
Agreguemos algunas de las leyendas fantásticas conocidas hoy, como las del jigüe o güije, que tienen raíces aborígenes. Para nuestros primitivos el jigüe (la etimología de la palabra dice mucho) era un duende enano que hacía que se perdieran los caminantes en lugares cercanos a ríos o lagunas, en los que él tenía su hábitat.
Y nos inclinamos a que debió ser jigüe, como se dice en Jiguaní y otras regiones orientales, y no güije, que es la expresión de la parte occidental donde la herencia aborigen fue menor.
Con la leyenda del jigüe pasó como con la de la Virgen de la Caridad: el enano, con el tiempo, se convirtió en negrito, lo que hizo pensar equivocadamente en su procedencia africana.
Otro de los cautivadores mitos de los taínos que traspasó centurias está relacionado con los llamados cagüeiros, leyenda aún viva en Jiguaní, Bayamo y zonas colindantes. Los cagüeiros eran hombres capaces de convertirse en animales, transfiguración inherente a la mitología de los indios.
«Para ellos, como explica el prestigioso investigador Aldo Daniel Naranjo, muchos seres animados o inanimados poseían propiedades sobrenaturales: las piedras podían hablar, los árboles cantar».
También de ese mundo religioso, del que a veces se dice no quedó nada, proviene el llamado espiritismo de cordón.
Otra huella tangible está en la manera descriptiva e informativa de expresarse de cientos de pobladores de Granma, Las Tunas y Holguín; como también resulta peculiar la forma de entonar la lengua, con cierta musicalidad, diferente a otras regiones del país, musicalidad que se les debe obviamente a los naturales antillanos.
Además, aún en el lenguaje tropológico de la región se aprecia esa sombra indígena, como señaló la especialista en lingüística Libia Peña Roblejo. Frases como «te comiste la guayaba», comunes aquí, merecen su interpretación. Maquetaure Guayaba, era el dios de los muertos, de los ausentes; y las guayabas eran los alimentos predilectos de las opías: los muertos.
Hoy Jiguaní, después de 310 años justos de vida, no tiene el rostro aborigen como aquel que surgió con el nombre original de San Pablo de Jiguaní. Y muchos de sus pobladores ni siquiera recuerdan la raíz india del pasado. Sin embargo, otros cientos sí viven orgullosos de sus ancestros. Ellos saben que laten en el centro de una historia que los hace únicos, llenos de leyendas hermosas que deberíamos apuntalar más allá de la fecha de la fundación.