Julio Antonio Mella, patriota y adalid de la juventud cubana, desde los años 20 del pasado siglo llamaba a que descubriéramos «el misterio del programa ultra-democrático de José Martí». Hoy, a más de cien años de distancia, estamos mejor preparados para promover, en especial en las nuevas generaciones, estudiar, investigar y llegar a conclusiones acerca de ese gran misterio de Cuba que es, en definitiva, el misterio de Martí.
La iniciativa que continúa impulsando la UJC para fomentar la visita a sitios históricos ratifica cuánto debemos aprender aún sobre nuestras luchas. Un número significativo de compatriotas —jóvenes, sobre todo— parecen creer que la secular epopeya cubana por conquistar primero y consolidar después su definitiva independencia se limita a un animado de Elpidio Valdés.
Lo dijo un delegado de la reciente Asamblea de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en Santiago de Cuba: se está imponiendo la «cultura del Rápido», de cerveza, pollo y reguetón. El joven intelectual relacionaba dicha explosión con manquedades del sistema institucional de la cultura.
Me lo contó un amigo, cuyo progenitor tiene casi 80 años. Su padre, hombre de bondad infinita y quien no ha parado de trabajar pese a la edad, gusta de entablar diálogos anchos aun con los desconocidos.
Entre la cólera y la resignación, una lectora me preguntaba recientemente cuáles eran sus derechos y para qué existía aquel organismo en cuyo nombre le asignaban un turno para legalizar la vivienda: si para aplicar la ley y servir al pueblo o para complicarle la vida a la gente. Luego, me enseñó una comunicación mediante la cual en cierto municipio, cuyo nombre no es imprescindible reproducir, un funcionario la citaba en estos términos que ella asumió como irrespetuosos: Procure venir porque es la única ocasión en la que la puedo atender. Y si yo —objetaba ella— no pudiera ir en esa fecha por cualquier causa inesperada, ¿perdería el derecho a legalizar mi casa?
«Tráiganme un par de pelos de la barba de Castro», dijo a los mercenarios el déspota Luis Somoza, horas antes de que partieran «listos» para hundir la Cuba insurgente. Era abril de 1961, pero la suerte estaba echada desde que dos años antes, «los pobres de la tierra», de barbas y verde olivo, cambiaran para siempre los rumbos de la Isla antillana.
Las «revoluciones de colores» florecieron en los últimos años en Europa oriental. En Ucrania, por ejemplo, la «Revolución Naranja» logró aupar a la presidencia en 2005 a Víctor Yuschenko (favorito de la Unión Europea y Estados Unidos), y en Georgia, mediante la «Revolución de la Rosa» en 2003, el ex canciller soviético Eduard Shevardnadze cedió ante el empuje de Mijaíl Shaakashvili, un egresado de universidades de Nueva York y Washington, al que la oposición hoy le quiere dar una cucharada de la misma sopa.
Un lector, desde Estados Unidos, discrepó recientemente de un trabajo donde dijimos que los gastos militares de la nueva administración de su país crecían y, como siempre, era en detrimento de los programas sociales, tan necesitados —o mucho más— en tiempos de crisis económica. Veamos hacia dónde se inclina la balanza de los hechos y de la razón.